
Yasury Romero
“La eterna primavera”, “la eterna juventud”, “el bienestar eterno” son algunas frases que he escuchado de forma repetida en muchos anuncios publicitarios los últimos días como aparentes respuestas a las aspiraciones de gran parte de la humanidad. Unas aspiraciones bastante comprensibles si nos detenemos a pensar lo enriquecedora que es la juventud, lo hermosa que son las flores y “lo bien que se está cuando se está bien”, como reza el refrán. Pero, la llegada del verano; el toparme con el cambio que implica la llegada de otra estación: cambio de armario, de las temperaturas, del paisaje, de la naturaleza… Me hace pensar que esta “eternidad humana” que se nos presenta y que hace referencia a una continuidad de lo agradable y confortable se aleja un poco de la realidad de la vida misma; que segundo a segundo solo nos habla de cambio, nos deja en un terreno quizás un poco pobre de lo variopinta que es la experiencia de vivir.
Como dice el refrán “nunca te bañarás dos veces en el mismo río”, aludiendo a la riqueza del instante y a la inminencia de que todo se transforma a medida que pasa delante de nuestros ojos. Ante el deseo que a veces podemos tener de una eterna primavera Dios nos ofrece cuatro estaciones, en las que pasamos del hielo a las olas de calor; del verdor a los cálidos ocres; de los follajes abundantes a los troncos desnudos. Corrientes de agua corriente, en contínuo movimiento en las que nunca nos volvemos a bañar.
Por cada aprendizaje se nos regala un listón blanco en nuestras cabelleras y las huellas de lo vivido se nos van quedando en la piel; expuestas como bitácoras gráficas, como grafitis públicos que cuentan sin palabras las experiencias que atesoramos. Nuestro cuerpo se constituye como un edificio que hospeda a la niña, a la joven y a cada una de nuestras versiones, se erige como un monumento al cambio, como un almacenaje que se reconfigura cada día.
“Pasión de Cristo, confórtame” es una frase que solemos rezar y que a mi solo me hace pensar en la importancia de transitar todas las emociones humanas, como Jesús decidió hacerlo. Jesús transitó es ser humano en todos sus matices: la amistad, la decepción, la muerte; exceptuando el pecado; no se dejó nada. La vida nos lleva a degustar el amor que nos hace florecer, con todos sus matices; el dolor que nos poda; el odio y la ira que nos arrasa, la tristeza que nos seca. Cada una de estas experiencias transforman nuestro terreno y desvelan los diversos perfiles de nuestro ser.
Todas estas experiencias de cambio van entretejiendo el camino de la vida. Al mirar el paso de Jesús por nuestra vida es imposible no pensar en la necesidad de la transformación, en lo inevitable del cambio, para que la vitalidad siga su curso. Y pareciera dibujarse una de esas contradicciones divinas que nos interpelan: la continua transformación es un ingrediente fundamental de la eternidad que nos propone Jesucristo. La vida eterna tiene más que ver con el cambio que con las promesas de eterna primavera, juventud y bienestar.
Espero que el verano nos llene de sus aires de cambio, que transformen nuestros colores, nuestros paisajes, nuestros caminos, nuestras rutinas… nuestros corazones de piedra, llenándolos de verdor, de arena, de desnudez, de flores, según sea necesario para hacerlos latir de vitalidad.
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