Azul

De andar y pensar   |   Paco de Coro

8 julio 2019

Amigo Javier, en nuestras clases de Historia, allá por los años 90, aunque de pasada y de parada, al tratar “Los Borgia” hablamos hasta donde alcanzaba el tiempo de “Los Medici”.

            El pueblo de Florencia miraba Santa María del Fiore con los ojos de par en par. Cardadores, comerciantes, carniceros, granjeros, hospederos y viajeros: todos parecían elevar una silenciosa plegaria para que el diseño de Filippo Brunelleschi se ejecutara de una vez. Aquella cúpula, que tanto había esperado, por fin tomaba forma, y en el logro de tal empresa, parecía tener que ver aquel orfebre.

            Cosimo lo vio vagar como alma en pena entre las pilas de materiales y las columnas de ladrillos, con la mente absorta, casi ausente y, sin embargo, asaltada por quien sabe cuantos cálculos. El rostro, iluminado por unos ojos claros que parecían gotas de alabastro, brillantes sobre la piel blanca y salpicada de todo tipo de colores y materiales.

            Brunelleschi era un genio o un loco. O tal vez las dos cosas. ¡Y los Medici habían asumido ese genio y esa locura! Sobre todo Cosimo, Cosimo, el primero.

-¿Qué pensáis, Señor Don Cosimo?

            La voz delgada y firme era la de Filippo.

            Cosimo se dio la vuelta y se lo encontró de bruces –a brucciapelo– flaco como un fantasma, con los ojos saltones. Llevaba una túnica roja y nada más. La mirada líquida, mezcla de altanería y hostilidad, certificaba un carácter rebelde y violento que, de repente, se dulcificaba cuando se hallaba ante un espíritu grande.

            Aunque Cosimo il Vecchio no sabía si pertenecía o no a ese grupo, lo que estaba claro era que los Medici habían contribuido sin reservas al proyecto de Brunelleschi para la ejecución de la cúpula de la Catedral.

-Magnífico, Filippo, magnífico –observa Cosimo-. No esperaba ver un avance similar.

-Señor, estamos muy lejos de acabar; eso quiero dejarlo bien claro. Lo que más importa, señor, es que se me deje trabajar. Tiempo, tiempo, necesito tiempo. A mi aire, a mi trabajo.

-Mientras estén los Medici entre los primeros mecenas de esta maravilla, no tienes nada que tener. Comenzamos juntos, y juntos terminaremos.

            Brunelleschi hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

-Intentaré, Monseñor, completar la cúpula según los cánones clásicos, tal y como estaba proyectado.

-De eso no tengo la menos duda, amigo mío.

            Después, tal y como había aparecido, Brunelleschi, después de una reverencia, desapareció ante las vigas de madera y las estructuras de la cúpula interna, engullido por aquella obra colosal y rebosante de vida.

            Sobre los pétalos de la nueva vida –el Renacimiento– se quebraba la Historia del mundo. Hace, pues, seiscientos años, en el primer tercio del Quattrocento, floreció en Toscana un movimiento estético que iba a cambiar por completo la esencia del arte europeo. No se trataba de un nuevo estilo, ni de una moda más, ni de una corriente más, sino de una nueva mirada, una nueva idea y un nuevo concepto distintos del papel del hombre en el universo. Es el momento. Es el hombre un arpa sorprendida. Ni le mata la vida, ni le mata la muerte, ni le mata el amor. Es el vértigo de la creación sin fin. Es el sagrario divinal de un cielo humano.

            Bajo el mecenazgo de Cosme de Medici, Cosimo il Vecchio, un grupo de pintores, escultores y arquitectos ponen en Florencia las bases del mundo moderno. Se deshojan las risas y desgranan las lágrimas. Brunelleschi se dispersa en la cúpula de Santa María del Fiore en mil direcciones: hacia los albañiles, hacia los herreros y hasta los carreteros, mientras con la mano izquierda estruja y estruja una hoja de pergamino en la que ha dibujado uno de los bocetos y en la derecha, un cincel. Quién sabe qué pretende hacer con él.

            Es Brunelleschi también un arpa sorprendida. Se muere de vivir, de soñar y de crear. ¿Huraño, taciturno, altanero, engreído? Morirá como los grandes, atrapado por el chisme, que es el destino atávico de resentidos y envidiosos.

            Cuatro siglos después Stendhal se mareará de puro vértigo en la cúpula, mientras Ghiberti labra los bronces prodigiosos de la puerta del Baptisterio durante 50 años (ahí es nada y tal y qué sé yo) y llega de un convento de Fioesole, pausado y pautado, “dulce y mínimo”, atrapando melodías y colores, un dominico sin igual, llamado Guido de Pietro, al que la Historia dará el nombre de FRA ANGELICO. Y con ellos y con él Masolino, Masaccio o Donatello, las perspectivas teológicas del gótico empiezan a girar hacia una nueva antropología –antropocéntrica- que anuncia la explosión transformadora del Renacimiento.

            Es Fra Angelico también arpa sorprendida. Se muere de vivir, de soñar, de crear y de orar.

            Cuando le preguntaron en Florencia de donde venía, dicen que dijo: De donde se nace y se desnace. El primer día, en la penumbra del Palacio de la Señoría oyó hablar de Ética, de Plotino, y de la universalidad de una religión de la luz. Él, por discreción, ni lo dijo, ni lo dejó escrito, pero fue él, Fra Angelico, quien hilvanaba las conversaciones de los florentinos, sin saberlo, con el hilo de García Lorca: Voy buscando una muerte de luz que me consuma.

            Pero ese día algo, acaso “il fato/el destino” estalló dentro de él. Florencia vivía en un sagrado desorden y Fra Angelico no era una isla perdida ni un delfín solitario. Era, fue, es una viga de oro en esa arquitectura del desorden renacentista. “Hoy un escalpelo sin piedad lastima la vena azul de la verdad desnuda”, bien podía haber escrito el dominico con Delmira Agostini aspirando siempre a la transcendencia. Y sus cuadros, que se han quedado estos días en El Prado temporalmente, protagonizan una de las exposiciones centrales del bicentenario (1819-2019). El espectador sale de la muestra refulgente literalmente absorto, enajenado por la sensibilidad espiritual, la composición detallista y el refinamiento cromático, sin las arañas de nieve de las manos del fraile universal.

            ¿La clave?

            La clave, amigo Javier, es el color. Sobre todo el azul neto como fondo –poderoso, omnipresente, invasivo- sin duda simbólico, de pureza expresada en mil matices. El azul punteado, tenso y ávido de estrellas, de ángeles, de Vírgenes. El azul oscuro del desierto, donde se escucha el gemido de las arenas sopladas por el viento y donde bebieron todo el bronco sabor de la existencia los primitivos eremitas cristianos. El azul añil de la Virgen de la Granada –denso, compacto, contundente- como si su manto se tratara de una fortaleza. Azul “Medici” –“vena azul”- también arpa sorprendida: azul ultramar, azul cobalto, azul zafiro, azul lapislázuli, azul subido, azul turquesa, azul índigo. Azules todos, estos y otros, que impregnan la retina del espectador de la placidez serena del fraile santo, hasta hacernos salir de las salas con la plenitud de levitar en un ingrávido nirvana.

-Magnífico, Fra Guido, magnífico –observa Cosimo.

-Monseñor, necesito tiempo, tiempo. A mí aire, a mi oración, a mi trabajo.

-Comenzamos juntos y juntos terminaremos.

-Lo que cuenta, Monseñor Cosimo, es la intensidad de las emociones, la escenificación y, por encima de todo, el color.

-Y las pinceladas de azul diamante que lo envuelven todo.

            Sobre los pétalos de la nueva vida –el Renacimiento– se quebraba la Historia del mundo. La derrochadora belleza de los azules de Fra Angelico renuevan con salto visionario la inspiración narrativa del lenguaje del cuerpo, la función de la luz o la noción de los espacios.

            Azul, «la vena azul».

            El azul diamante que lo envuelve todo.

            Y con Lorca seguimos buscando una muerte de luz que nos consume.

 

P.S.: Con motivo del Capítulo General de los Padre Dominicos, que se llevará a cabo este mes en Vietnam, el 290 Capítulo General para la elección del 88 Maestro General, el autor dedica el artículo de Fra Angélico a sus compañeros y amigos de la Gregoriana y el Angelicum de Roma de los años 1968 a 1973: Fernando Aporta, Miguel de Burgos, Herminio de Paz, Antonio Larios, Carmelo Robles. In memoriam y en agradecimiento al buen hacer del visitador italiano de estos años para los Salesianos de España, D. Steano Martoglio, uno de los mejores visitadores que ha tenido la España salesiana. Y D. Francisco ha conocido a muchos. Laus Deo!

2 Comentarios

  1. Carmelo Preciado op

    Me has tocado el corazón hermano salesiano-dominico por el sentido que has dado a tu reflexión, junto a la dedicatoria final a mis recordados hermanos muchos ya en el cielo. La famosa Anunciación de fra Angelico vino de Florencia al Convento de San Pablo de Valladolid por el Duque de Lerma. De allí pasó a diversos conventos de Madrid hasta llegar al Prado. Pero hay en el un detalle que nadie comenta, no se por qué, y es una golondrina (blanca y negra) que observa la acción del cuadro… Gracias Paco

    Responder
  2. Antonio Larios

    Magnífico, Paco por este artículo lleno de sabiduría y de afecto agradecido a tus buenos amigos dominicos de Sevilla y de otros lugares. He disfrutado con tu reflexion y tu enfoque del tema. Graciad

    Responder

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