En mi barrio de Lavapiés hay balconadas extraordinarias vestidas con la bandera de España y otras, igual de magníficas, desnudas. En la calle Mayor, allí por donde vive mi amigo Alex y su esposa Amelia destaca, además, una fachada alegremente equidistante. El vecino del tercero tiene la rojigualda y el del quinto la tricolor. Ambas, más o menos, del mismo tamaño. La gente pasa por debajo –tanta– con absoluta tranquilidad, con total sosiego. Nadie hace fotos, ni “selfies”, ni se santigua.
Amigo Javier, esta exhibición del sentido de pertenencia ya no genera morbo, malentendido o rabia. Ni siquiera delata enfado o épica. Si acaso, puede delatar cierto fondo de armario sentimental. Al del segundo se le quemaron por el hielo los geranios y eso sí genera una pesadumbre parecida y unánime. A la bandera la hemos dado demasiado prestigio para tan poco.
Mira, rozaba yo a los 10 años, los dedos del cielo con las acuarelas que me regaló mi padre y quise impresionar al profe de Salesianos Atocha y, sobre todo, a mis colegas.
¿No tenía yo una abuela tapicera y pintora estupenda?
Pues el nieto no podía ser menos. ¡Hala!
Entre los tapices de Mama Nona había hecho cumbre “La Sagrada Familia del pajarito” de Velázquez. ¿Quién dijo miedo?
Tenía que pintar, a acuarela, el cuadro de Velázquez.
Si mi abuela lo había tejido y antes pintado, ¿por qué yo no?
Tomo el cuadrito de la “Sagrada Familia” de la mesilla y me pongo a dibujarlo. Lápiz y papel barba. ¡Ah! “Intuición, intuición, chico y el don”, dice Mama Nona.
Desnutridos años cincuenta del pasado siglo. Cargo con un copioso equipaje artístico y genético. Carboncillo y acuarelas. Vamos.
En esos días, la pintura es una de las asas a las que se puede agarrar una abuela y su nieto para amortiguar los mensajes difíciles de la realidad. El acierto del dibujo, de la pintura, no hay duda, es su propuesta de posibilidad.
– Agua y acuarelas.
– Rojo por aquí. Amarillo por acá.
– El fondo oscuro del cuadro, mejor morado.
– El negro por sí mismo no se usa.
– Más morado. Así.
– Estamos hechos de agua e imágenes, chico.
– También de charlas.
– También de miradas.
– También de lecturas.
– También de algunos trazos concretos dispuestos sobre la tela del cuadro.
– Estamos llenos de cosas que nos ocupan más de lo que abulta el cuerpo.
– Más morado. Así. Más rojo. Así. Más amarillo. Así.
– Estamos hechos de emociones.
– También de apetitos.
– También de traumas.
Durante todo un día el brusco desplome de lo cotidiano no será un trauma más sino una incipiente apnea feliz para escapar del guion del momento. De eso se trata.
– Morado y rojo y amarillo.
– Ya está, abuela.
– Ya está, mamá.
Tengo la cara llena de ojos morados y una expresión que mi hermano Romanin califica de extraterrestre.
– Parece la bandera tricolor, hijo. Bravooo por mi republicano.
– Pero papá que es “La Sagrada Familia”.
– Quita el morado y pon azul marino, hijo, no vayamos a tener problemas.
– A repetir, nieto, con azul oscuro, limpio y claro. Azul.
Amigo Javier, cada uno tiene su nostalgia, su miedo, su deseo. Incluso sus secretos. Negros propios y una presión arterial determinada. Pero todos juzgan conforme viven. El fondo de armario sentimental condiciona los colores de mi “Velázquez”.
– Repetimos, chico. El dibujo te lo hago yo. Tú colorea después.
– “Don Presumido”, haz caso a la abuela… Nada de morados.
Precisamente porque el fondo de armario de mi padre era la tricolor, ni en la pintura tenía que aparecer el morado, junto al rojo y amarillo.
El caso del artista Mario Gutiérrez Cru es, en este sentido, muy oportuno. Y me explico.
Fue en enero/febrero de 2021 cuando ganó una subvención del ayuntamiento –12.750 euros– para realizar un trabajo sobre la enseña nacional.
Ahí es nada y tal y qué sé yo.
Mario, por lo que he leído, es fiel a sus afectos y proyectos.
Es un español normal, pero no usa su normalidad para sumarse al hinchamiento del último infeliz señalado en las redes sociales. No.
Mario no comparte memes y aguanta un poco al comercial de Vodafone antes de colgarle.
No siempre sale de casa con la sonrisa puesta para saludar al portero de su bloque y a la limpiadora de la oficina, pero es capaz de caer en la cuenta de que esta mañana no lo hizo. Vaya.
Nuestro español tiene sus ideas, pero además tiene amigos con las ideas contrarias. Como muchos.
Su propósito es lanzar un plan renove textil de banderas.
Este consiste en sustituir la tela ajada por una nueva, previa petición en web, para mejorar así la comparecencia del retal en los balcones.
Tal proyecto, titulado La Bandera, puso a algunos políticos muy serios.
Pero hombre, no quieren reparar, en su oportuna coña, que lo más importante, es un fondo de armario sentimental. Yo, por mi parte, entré a la web a enterarme de qué era el asunto, que es lo normal, y leí frases de un brio tan patriótico, tan excelso, tan prepotente, que hacían reír. O sea.
Amigo Javier:
Quiero cantar mis heridas de posguerra,
con el azul perdido de los párpados
el “Cara al Sol”
de mi “Grupo Escolar Miguel de Unamuno”.
Desfilábamos de dos en fondo,
marcando el paso, camino de El Retiro,
mientras la señorita Pilar, nuestra maestra,
descodificaba los símbolos de la vida y de la muerte
“impasible el ademán, y están
presentes en nuestro afán”.
Azotábamos, sin saber, a los dioses extinguidos de Pablo Picasso
y descubríamos los sudarios habitados
por el genio que incendió Guernica.
Se hacían color nuestros huesos luminosos,
dejando a la izquierda el Hospital Provincial,
hoy el “Reina Sofía”,
tabernáculo del “Guernica”,
el trazo firme con yodo y polución de alheña,
al hervor germinal de la España del 78.
Después de romper filas, beber agua en La Tripona
y corretear junto al estanque,
llegaba la hora de la Bandera que enardece,
al trascender junto al cauce sonoro de las venas.
“Volverán banderas victoriosas
al paso alegre de la paz
y traerán prendidas cinco rosas
las flechas de mi haz”.
Entreabríamos, de vuelta, los labios de la tarde
y dibujábamos los enhebros desangrados en las fuentes de piedra,
cercana ya la prisión de Yeserías amordazada.
Pero a lo que vamos, amigo Javier:
A mí no me incordian las banderas para nada, aunque las prefiero en el lugar adecuado y a distancia, como los himnos y toda la liturgia de acuñar identidades. Las banderas adornan, pero no dan ventaja moral. Ninguna. Me parece un patriotismo de tenderete, de balconada y, por si fuera poco, resulta bastante difícil de distinguir una original de una mala copia. La única diferencia, si es que la hay, será el valor, es decir, su precio, ¿no?
Por eso tiene cierta gracia el proyecto Gutiérrez Cru.
¿Dio gato por liebre? No seguí la iniciativa. Lo siento.
Pero nuestra democracia ya avanzada hasta ahora debe impedir un flamear de enseñas con lamparones.
Enseñas comunales, autonómicas, nacionales, internacionales, con esos lamparones en todas ellas (sobornos, cohechos, mafias, perversiones). A ver si después de tanta murga sobre las banderas, los distintivos, las insignias (las que sean), las dejamos morir de asco.
Ojalá, Javier, se apunte gente en Lavapiés, y en Inclusa, y en La Latina para dar color a los barrios, mientras llega a los tiestos, el estirón de los esquejes de los geranios.
Si las banderas son un adorno de fe, no conviene presentarlas en mal estado. Ni la tricolor ni la rojigualda. Un día son una adhesión y dos semanas después, las mismas banderas, son una protesta apoteósica y en los mismos lugares. Esto ocurre con frecuencia en Madrid donde las cosas siempre se suelen sacar a la calle contra alguien.
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