- Estación del Norte
Yo desconocía qué me iba a quedar
de todo cuanto quería
y de todo cuanto había querido.
Para vivir no es conveniente dar rodeos.
Y ya puestos,
para vivir basta con cumplir
unas mínimas normas de convivencia.
Cumplir, cumplir.
Mi madre Nieves y yo
ya estábamos en la Estación del Norte.
Es el día que salgo para el seminario.
Tengo que aprender de urgencia
demasiadas expectativas,
que quedarán calcinadas a lo largo de la vida,
cuando en el horizonte ardan
los años
los deseos
los afectos
los lugares
las opciones.
El momento impone su presencia.
Resuenan los rugidos colosales de los trenes.
Braman esos pájaros de hierro sobre nuestras cabezas,
ocupando todo el cielo de la bóveda,
como un dragón del amanecer,
como una ballena de plata bajo la luna llena,
dejando resbalar sobre nosotros
su panza metálica y poderosa,
y tan cercana, que parece que la podemos tocar
con sólo estirar el brazo.
No sé.
Mi madre calla, la noto distinta.
Aprovecha la carbonilla de los trenes
para depositar en mi ánimo
una canción de despedida.
Sin palabras.
- Calzador con cadena
Voy agarrado a mi maleta cartón-piedra.
Mi madre lleva el colchón.
Una mochila cuelga de mis hombros.
Sirve para todo.
Mi madre se vuelve y me agarra la barbilla
con su mano fría y dura.
– Has crecido –dictamina–. Y te está cambiando la cara.
Me mira tan fijamente como si luego
tuviera que copiar mis rasgos de memoria
en un papel;
pero al mismo tiempo parece no verme.
Me suelta y se pone a rebuscar algo en su bolsa.
– ¿Eres feliz con nosotros? –dice.
Es una pregunta difícil –desconcertante–.
Me pongo a reflexionar sobre ella con esfuerzo
y cuando al fin llego a una conclusión,
me doy cuenta que mi madre no espera respuesta.
Saca pañuelos, mueve calderilla en la bolsa.
Al final su mano se cierra sobre algo.
– Quiero hacerte un regalo, hijo.
Un regalo muy bueno.
Un regalo de verdad.
De los que se recuerdan siempre.
Abre el puño y en su palma refulge
un calzador.
Cuelga de una larga cadena de plata
ennegrecida por el desuso.
– Es útil –dije.
– Úsalo siempre. Y acuérdate de mí, chico.
El calzador se mantenía frío aunque la temperatura
era todavía sofocante.
La cadena resultaba un poco larga.
Me pareció el perfecto complemento
para un día especial.
Porque aquella mañana
celebrábamos una fiesta de salida.
Para ella esta salida era una escaramuza más,
pero para mí era mi primera salida pública y temprana.
Estábamos emocionados.
- Dos bofetadas
Hoy he sabido algo más sobre mí,
algo fuerte en medio de la suerte de estar
con Nieves, mi madre,
en un momento extraño de despedida.
No todo el crecimiento del cuerpo es bueno,
no todas las cosas nuevas que aprendo son buenas.
Crece también lo malo.
Con la fuerza del brazo que agarro la maleta,
crece una fuerza agreste, capaz de atacar.
Hierve en mi cabeza una charca de sulfato,
y ahora mis intenciones pueden ser otras,
son arriesgadas.
¿Pueden cambiar tan de repente los hombres, así?
¿Tan de improviso?
Papá se fue al trabajo como todos los días.
Me abrazó antes de irse.
– Esta siempre será tu casa –dijo.
Le noto cansado.
Ayer trabajó a fondo en la fábrica,
sin cambio de turno,
algo que no hacen los obreros mayores.
– “Mírame, mírame a la cara” –dice mi madre,
y me la mueve hasta que por fin abandono
las palabras de mi padre
y la miro y agarro sus muñecas
y con ellas me doy dos bofetadas de campeonato
y aprieto los dientes,
y vuelvo a apretar los dientes,
ella se asusta y me abraza,
y ahora sí,
ahora que todo ha pasado,
subo al tren. Logro coger ventanilla.
Me esfuerzo, aprieto los ojos.
Veo a mi madre.
Veo otras tantas madres.
Éramos veintiuno.
Nueve de Atocha. Nueve de Estrecho. Tres de la Paloma.
Veintiún seminaristas nuevos para Arévalo.
- Eternidad en un cucurucho
Se oyen los ruidos de las máquinas.
El tren se pone en movimiento.
Me paso la mano por la cara.
Me froto la frente. “Gracias, padres”.
Me levanto.
No paramos a decir “adioses”.
Salgo al pasillo.
Estiro las piernas.
Me topo con tres de Estrecho:
Enrique Prieto, Juan de Dios Gómez, Alejandro García,
amigos venideros.
Las veintiuna madres dejaron de llorar,
se apagaron todas sus caras,
no les quedaba un nervio despierto,
no se miraban entre sí,
pendientes solo de nosotros,
que las guiábamos por el andén,
donde la gente se aprieta como aceitunas
en un cucurucho.
He adelgazado.
Me dejo arrastrar por la fuerza del tren
y por el viento,
que nos abofetea la cara y la endurece.
Me sorprendo a mí mismo
con los brazos apretados contra el pecho,
para recibir el calor del calzador con cadena,
huele también a empanadilla,
en un compartimento próximo.
Pepe Rioja abre un cucurucho de pastas,
y nos ofrece una…
Se sueltan de los ojos como un disparo,
con un golpe que las expulsa.
Catorce años más tarde
nos despedimos en Salamanca,
simplemente mirándonos y asintiendo con la cabeza.
Teníamos más costras que mirada.
Con los ojos “anochecidos” veíamos con claridad
las cosas que nos iban a pasar.
Lo extraño de aquella salida
sería para nacer de nuevo,
pues siempre queda un resto de canción
en el camino.
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