Calzador con cadena

De andar y pensar   |   Paco de Coro

11 octubre 2023

  1. Estación del Norte

Yo desconocía qué me iba a quedar

de todo cuanto quería

y de todo cuanto había querido.

Para vivir no es conveniente dar rodeos.

Y ya puestos,

para vivir basta con cumplir

unas mínimas normas de convivencia.

Cumplir, cumplir.

Mi madre Nieves y yo

ya estábamos en la Estación del Norte.

Es el día que salgo para el seminario.

Tengo que aprender de urgencia

demasiadas expectativas,

que quedarán calcinadas a lo largo de la vida,

cuando en el horizonte ardan

los años

los deseos

los afectos

los lugares

las opciones.

El momento impone su presencia.

Resuenan los rugidos colosales de los trenes.

Braman esos pájaros de hierro sobre nuestras cabezas,

ocupando todo el cielo de la bóveda,

como un dragón del amanecer,

como una ballena de plata bajo la luna llena,

dejando resbalar sobre nosotros

su panza metálica y poderosa,

y tan cercana, que parece que la podemos tocar

con sólo estirar el brazo.

No sé.

Mi madre calla, la noto distinta.

Aprovecha la carbonilla de los trenes

para depositar en mi ánimo

una canción de despedida.

Sin palabras.

 

  1. Calzador con cadena

Voy agarrado a mi maleta cartón-piedra.

Mi madre lleva el colchón.

Una mochila cuelga de mis hombros.

Sirve para todo.

Mi madre se vuelve y me agarra la barbilla

con su mano fría y dura.

– Has crecido –dictamina–. Y te está cambiando la cara.

Me mira tan fijamente como si luego

tuviera que copiar mis rasgos de memoria

en un papel;

pero al mismo tiempo parece no verme.

Me suelta y se pone a rebuscar algo en su bolsa.

– ¿Eres feliz con nosotros? –dice.

Es una pregunta difícil –desconcertante–.

Me pongo a reflexionar sobre ella con esfuerzo

y cuando al fin llego a una conclusión,

me doy cuenta que mi madre no espera respuesta.

Saca pañuelos, mueve calderilla en la bolsa.

Al final su mano se cierra sobre algo.

– Quiero hacerte un regalo, hijo.

Un regalo muy bueno.

Un regalo de verdad.

De los que se recuerdan siempre.

Abre el puño y en su palma refulge

un calzador.

Cuelga de una larga cadena de plata

ennegrecida por el desuso.

– Es útil –dije.

– Úsalo siempre. Y acuérdate de mí, chico.

El calzador se mantenía frío aunque la temperatura

era todavía sofocante.

La cadena resultaba un poco larga.

Me pareció el perfecto complemento

para un día especial.

Porque aquella mañana

celebrábamos una fiesta de salida.

Para ella esta salida era una escaramuza más,

pero para mí era mi primera salida pública y temprana.

Estábamos emocionados.

 

  1. Dos bofetadas

Hoy he sabido algo más sobre mí,

algo fuerte en medio de la suerte de estar

con Nieves, mi madre,

en un momento extraño de despedida.

No todo el crecimiento del cuerpo es bueno,

no todas las cosas nuevas que aprendo son buenas.

Crece también lo malo.

Con la fuerza del brazo que agarro la maleta,

crece una fuerza agreste, capaz de atacar.

Hierve en mi cabeza una charca de sulfato,

y ahora mis intenciones pueden ser otras,

son arriesgadas.

¿Pueden cambiar tan de repente los hombres, así?

¿Tan de improviso?

Papá se fue al trabajo como todos los días.

Me abrazó antes de irse.

– Esta siempre será tu casa –dijo.

Le noto cansado.

Ayer trabajó a fondo en la fábrica,

sin cambio de turno,

algo que no hacen los obreros mayores.

– “Mírame, mírame a la cara” –dice mi madre,

y me la mueve hasta que por fin abandono

las palabras de mi padre

y la miro y agarro sus muñecas

y con ellas me doy dos bofetadas de campeonato

y aprieto los dientes,

y vuelvo a apretar los dientes,

ella se asusta y me abraza,

y ahora sí,

ahora que todo ha pasado,

subo al tren. Logro coger ventanilla.

Me esfuerzo, aprieto los ojos.

Veo a mi madre.

Veo otras tantas madres.

Éramos veintiuno.

Nueve de Atocha. Nueve de Estrecho. Tres de la Paloma.

Veintiún seminaristas nuevos para Arévalo.

 

  1. Eternidad en un cucurucho

Se oyen los ruidos de las máquinas.

El tren se pone en movimiento.

Me paso la mano por la cara.

Me froto la frente. “Gracias, padres”.

Me levanto.

No paramos a decir “adioses”.

Salgo al pasillo.

Estiro las piernas.

Me topo con tres de Estrecho:

Enrique Prieto, Juan de Dios Gómez, Alejandro García,

amigos venideros.

Las veintiuna madres dejaron de llorar,

se apagaron todas sus caras,

no les quedaba un nervio despierto,

no se miraban entre sí,

pendientes solo de nosotros,

que las guiábamos por el andén,

donde la gente se aprieta como aceitunas

en un cucurucho.

He adelgazado.

Me dejo arrastrar por la fuerza del tren

y por el viento,

que nos abofetea la cara y la endurece.

Me sorprendo a mí mismo

con los brazos apretados contra el pecho,

para recibir el calor del calzador con cadena,

huele también a empanadilla,

en un compartimento próximo.

Pepe Rioja abre un cucurucho de pastas,

y nos ofrece una…

Se sueltan de los ojos como un disparo,

con un golpe que las expulsa.

Catorce años más tarde

nos despedimos en Salamanca,

simplemente mirándonos y asintiendo con la cabeza.

Teníamos más costras que mirada.

Con los ojos “anochecidos” veíamos con claridad

las cosas que nos iban a pasar.

Lo extraño de aquella salida

sería para nacer de nuevo,

pues siempre queda un resto de canción

en el camino.

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