«Nuestros «malos alumnos» (de los que se dice que no tienen porvenir) nunca van solos a la escuela. Lo que entra en clase es una cebolla: unas capas de pesadumbre, de miedo, de inquietud, de rencor, de cólera, de deseos insatisfechos, de furiosas renuncias acumuladas sobre un fondo de vergonzoso pasado, de presente amenazador, de futuro condenado.
Miradlos, aquí llegan, con el cuerpo a medio hacer y su familia a cuestas en la mochila. En realidad, la clase sólo puede empezar cuando dejan el fardo en el suelo y la cebolla ha sido pelada.
Es difícil de explicar, pero a menudo solo basta una mirada, una palabra amable, una frase de adulto confiado, claro y estable, para disolver esos pesares, aliviar esos espíritus, instalarlos en un presente rigurosamente indicativo».

Irune López
Este fragmento del libro «Mal de escuela» de Daniel Pennac me atraviesa cada vez que lo leo… y hoy ha vuelto a caer en mis manos. ¿No creéis que es verdad? Que esos chicos y chicas que “molestan”, que “no rinden”, que “no quieren aprender”, muchas veces no son el problema. Son el síntoma. Y su forma de comportarse muchas veces, también, es un grito.
¡Esa mochila que traen les pesa tanto! Les pesa más de lo que se ve y, a veces, de lo que imaginamos. Y no es de libros, ordenadores o cuadernos: es de duelos, inseguridades, silencios, gritos en casa… y quizá etiquetas que alguien les colgamos demasiado pronto. Aunque no lo parezca, aunque no se dejen, a veces solo necesitan que les miremos sin juicios, que les “veamos”; de verdad, sin prisas ni prejuicios. Que seamos esa persona estable, que está ahí, que no huye cuando ellos desafían. Que aguantemos con serenidad y cariño cuando nos lanzan su dolor.
No podemos cambiar sus historias – ¡ojalá! -, pero quizá sí podemos hacer que, en el colegio, que, con nosotros, encuentren un espacio donde respirar, donde descansar el fardo por un rato. Un lugar seguro. Un tiempo amable. Distinto.
Porque ¿son “malos alumnos”? en el más estricto sentido de la palabra igual sí. Pero son cebollas por pelar. Y debajo de todas esas capas… siempre hay alguien que quiere ser visto, un corazón anhelante.
Y sí… al pelar la cebolla, caen lágrimas. A veces, también las nuestras. Porque acompañar de verdad no es un acto neutro. Porque cuando una historia se abre, también nos toca. Porque a veces duele ver cuánto duele.
Ánimo. Qué le vamos a hacer. Llorar también es educar. Sentir también es cuidar. Somos humanos educando humanos.
Y no a cualquier humano. A la porción más delicada y preciosa de la sociedad humana – como nos dice Don Bosco– Estos jóvenes tienen necesidad realmente de una mano bondadosa, que se cuide de ellos, que los guíe… Ojalá pueda ser la nuestra.
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