Las monedas de la traición
Cling, cling, cling… este fue el sonido que escuché cuando me dejaron caer en un viejo frasco de cristal. Allí me reuní con centenares de pequeñas monedas hermanas mías. Cuerpo de cobre. Escaso valor. Calderilla desenfadada, alegre y vivaracha.
Nuestro destino: contentar a cualquier muchacho o disimular la miseria de alguna anciana. Nos esperaba una vida ajetreada. Iríamos de mano en mano: cientos de viajes sin rumbo. Cambio permanente de dueño.
Pero nada fue así. Nuestra desventura se fraguó una noche aciaga. Varios hombres de luenga y espesa barba se reunieron alrededor de un quinqué. Eran predicadores valdenses. Discutieron sobre cómo atraer muchachos a sus reuniones. De pronto, nos señalaron. Nosotras, humildes monedas de 5 céntimos, íbamos a ser la solución. El brillo de nuestro cobre serviría para comprar voluntades jóvenes.
Cling, cling, cling, clan… Nos apilaron en grupos de dieciséis monedas. Cada montoncillo conquistaría a un muchacho. Al día siguiente, la sala de los valdenses rebosó de jóvenes. El mercadeo fue un éxito.
Yo recalé en el bolsillo de un muchacho de ojos vivarachos. Se sentó en el banco de madera. Sonreía. Atesoraba dieciséis monedas en el bolsillo de su pantalón raído. Pero su sonrisa fue desdibujándose a medida que escuchaba la soflama. Aquellos hombres vociferaban contra el Papa, contra Don Bosco, contra la misa y la Virgen María… El chico comenzó a sentirse incómodo. La incomodidad se tornó remordimiento. Porque él… Él frecuentaba el Oratorio de Don Bosco.
Cuando acabó la agria perorata, el chico se encaminó hacia el Oratorio. Le pesaba el alma. Don Bosco le recibió a él y a varios compañeros. No les recriminó nada. Les habló de un tal Judas; un amigo de Jesús que vendió al Maestro por treinta monedas. Describió su amargura. Rememoró el tintinear de las monedas de la traición al ser arrojadas por Judas sobre las losas del Templo.
Concluyó Don Bosco. Yo me hallaba expectante en el bolsillo del muchacho. Noté cómo su mano nos acariciaba. Se levantó. Se encaminó hacia la sala de reunión de los valdenses. Al llegar, se detuvo. Fijó su mirada en los sombríos muros. Intuí mi final. Me vi lanzada contra las paredes de aquel antro… Contuve la respiración.
Pero el muchacho siguió adelante. ¿A dónde se dirigía?
Lo supe enseguida. Entró en una panadería y compró pan. Luego adquirió embutido de salami. Comenzó a degustarlos a pequeños bocados. El resto de monedas fuimos destinadas a comprar caña de azúcar, raíz de regaliz, altramuces y caramelos. Todo un festín.
Aunque parezca mentira, aquella tarde fui feliz. Dejé de ser el precio de una traición para transformarme en la moneda de una alegría reconciliada.
Nota: Julio de 1848. Aprobada la ley de libertad religiosa, la secta protestante de los valdenses intenta captar a los chicos del Oratorio. Paga 80 céntimos de lira a quienes asistan a sus reuniones. Algunos muchachos de Don Bosco se dejaron comprar (MBe III, 313-315).
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