“Cuidado, que te puedes caer”, le dice el educador.
“No” –contesta el chico. Y se sigue recreando un rato más en ese gesto de confianza.
Y es que hay confianza, sin duda. No debe de ser la primera que se repite una escena semejante.
Finalmente, el chaval se suelta y coge su silla para ponerse a hacer deberes. Mientras los va haciendo, pasa otro educador, le anima y le dedica algún gesto cariñoso.
Al lado, una educadora habla con dos niñas, mirando de motivarlas para el momento de refuerzo educativo. Hay sonrisas, se capta una cierta complicidad, y parece que la intervención de la educadora conseguirá que las chicas se tomen con interés la actividad de refuerzo, como así ocurre.
¿Cada tarde es así, siempre con ese aparente “buen rollo”? No.
¿Esa tarde se desarrolló toda ella con ese mismo tono? No. Al cabo de no muchos minutos, el “chico enganchado” de antes estaba fuera de la sala, para que, durante un rato, se relajara y pensara en una falta de respeto que acababa de cometer. Tener gestos de cariño con alguien no significa aprobar todas sus acciones.
Ese cariño, ese afecto manifiesto, esa dosis de dulzura, tiene, en salesiano un nombre que ya conocemos más que de sobras: amorevolezza. Y lo solemos utilizar así, sin traducción del italiano, porque cuesta mucho encontrar en castellano una palabra sola que lo defina. Hablamos, en todo caso, de un “amor manifestado y percibido como tal’’, como algún autor lo define: “alguien que ama de verdad y alguien que se siente amado”.
Pero lo verdaderamente importante no es la traducción, aunque tenga su importancia, sino su vivencia y su aplicación a las relaciones, sobre todo, a la relación educativa. Pues ya sabemos qué enorme es la fuerza que posee, cómo transforma a las personas y cómo las hace crecer.
En este sentido, encontré hace poco este tuit; ignoro si su autor, o la persona a la que hace referencia, tienen relación con el mundo salesiano; en cualquier caso, la amorevolezza tiene alcance universal:
“Este es mi único aporte al tema de los alumnos disruptivos. Algo que me dijo un profesor jubilado y muy respetado: «aunque muchos piensen que no lo merecen, hasta los alumnos más difíciles mejoran su comportamiento cuando reciben muestras de cariño de sus profesores». Probad”.
Es absolutamente necesario que existan y que no se desvirtúen esas muestras de cariño, ese “amor manifestado y percibido”, hacia adolescentes y jóvenes. Hablamos de querer, de amar, no de simular o hacer ver que se les quiere. Hace años, en el contexto de las fiestas de la capital del Alto Aragón, oí a un cantante que desde el escenario se dirigió a las preadolescentes, mayoritarias entre el público, con estas o muy aproximadas palabras: “¿Quién os va a querer tanto como yo?” (a mí, por cierto, me surgió interiormente un “de entrada, sus madres y padres”, acompañado de un calificativo dedicado al artista).
Sí, seguramente era una forma de hablar. Pero hace pensar en que la amorevolezza, esa fuerza educativa transformadora, tiene que ser sincera, no se puede desvirtuar (en muchas ocasiones tendrá que ir acompañada de una cierta exigencia, que, vivida desde el cariño, se hará menos pesada). Hay mucho adolescente y joven que seguramente no se siente querido, y lo pasa mal. Es urgente que se les quiera, y que sientan que se les quiere de verdad.
Para que no caigan en manos de quien, sin ningún escrúpulo (persona, grupo, institución, sistema…), quiera aprovecharse de ellos y los embauque con lo de “¿pero quién te va a querer tanto como yo?”
Y para que encuentren su lugar y su sentido en medio de los contextos revueltos que a muchos les toca vivir.
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