Colorín colorado 1,
en Sevilla hemos acabado
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El amor que pasa
Desde mi posición de hipocondriaco cualificado:
Licenciado y hasta doctorado
–summa cum laude sudoris causa–
este artículo me permite abordar
la supervivencia de otro modo.
Iba apurando los días pensando en otra cosa.
Para qué precipitarse, don Antonio.
Hasta la eternidad siempre hay tiempo.
Cuando me encuentro en el Parque de María Luisa
frente al monumento a Gustavo Adolfo Bécquer: en Sevilla.
El amor que pasa.
Por un lado, tres mujeres sentadas en un banco que simbolizan
tres estados del amor:
El amor ilusionado
El amor poseído
El amor perdido
“Los invisibles átomos del aire
en derredor palpitan y se inflaman,
el cielo se deshace en rayos de oro,
la tierra se estremece alborozada.
Oigo flotando en alas de armonías,
rumor de besos y batir de alas;
Mis párpados se cierran… ¿qué sucede?
Dime.
– ¡Silencio! ¡Es el amor que pasa!
Y, por añadidura, llevan en ese nombre, Sevilla, resucitándolos,
toda la historia, toda la leyenda y toda la mística
del viejo romancero andaluz.
Todo su intenso perfume y su fuerte sabor:
Las fuentes, los adoquines, las verjas, las cascadas, las placitas:
Plaza del Cabildo, escondida y numismática,
Plaza de Doña Elvira, hebrea y cervantina,
Plaza de la Cruz, furillesca y mariana,
Plaza de San Francisco, moviéndose
sobre la andrajosa vida pública,
como el arado uncido a la macera.
las banderas formadas por tres franjas horizontales
–verde, blanca y verde–
con estrella roja, las dos columnas y Hércules,
el clima decidido y abrasador
los ídolos y los motivos populares para hacer de ellos
seres de culto en un país enamorado de la Belleza,
apasionado “del amor que pasa”,
una religión nacional
de Cristos Nazarenos y Vírgenes de Esperanzas,
y rendidos ante quienes las mitifican
con su esfuerzo y categoría.
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Vejer: el amor ilusionado
Veo salir a la mujer del agua como una visión surgida del océano,
del mar de Alborán, del mar de mis días en Vejer.
Salvo que es real y puede traer problemas.
Las mujeres así de guapas suelen traerlos.
Lo sé; lo que no sé es hasta que punto puede trastornarlo todo.
Si yo lo supiera, si tú lo supieras, si lo supiéramos los dos lo que va a suceder,
me metería en el agua y le hundiría la cabeza hasta que dejara de patalear.
Pero no lo sé.
Por eso me quedo sentado en la arena, con el sol radiante dándome en la cara, delante de los chiringuitos en la playa de El Palmar, y la miró a hurtadillas desde detrás de las gafas de sol.
Pelo rubio, ojos de un azul profundo y un cuerpo que el bikini negro, más que ocultar, realza. Tiene el vientre terso y plano; las piernas, esbeltas y musculosas.
Agudizo el oído para oír la frecuencia de su voz, la habría oído incluso en medio de una borrasca.
Hablo sin mirarla, clavando la vista delante, diciendo palabras para el viento.
Hay una ola más alta, la veo venir y comprendo que
le habría golpeado la cabeza, de no hacer algo,
así que en el momento del choque
meto la mano entre su nuca y mi cara, atenuando el impacto.
La retiro enseguida.
Me mira desde arriba,
con la cara seria de una diosa altiva que desde una ventana
espera un regreso.
Ve algo a lo lejos. No sé.
Mucho más allá de mí, una mano que le sostiene la nuca,
quién sabe cuántos años antes.
La miro a los ojos, pienso que me ve frente al cielo sin nadie
alrededor, sin tierra.
Creo que la razón de esta subyugación no es otra
que su poderosísima, palpitante, desnuda humanidad:
Una humanidad tan en vilo,
tan a flor de piel,
que se hace “celestial” su afectación.
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Vejer: el amor poseído
La verdad, amigo Antonio, la verdad.
Intentó ser madre, de verdad que lo intentó… todo.
Los pañales, los bucitos, las caquitas, las noches sin dormir… Pasó por todo eso.
Y más. Fue duro ser madre soltera en estos tiempos,
cuando en barrios tan bohemios como el Popolo, la Viña en Cádiz o San Miguel en Jerez
se consideraba un escándalo, todavía. Y los vecinos de su bloque
fingían creerla cuando les contaba que su marido era marino
y estaba en alta mar.
Que la Atlántida existe y sus habitantes también.
Además no era la primera vez que cuidaba de un bebé;
Lo había hecho ya antes, siendo ella también una chiquilla.
Había un dolor impenetrable, que dejaba al amor poseído
sólo algún resquicio de sonrisa.
Era huérfana, había crecido en un hospicio y allí debía haberse endurecido
su mudo interior, lo que le hizo abandonar a su hijo.
Fue el futuro. Era el futuro.
No se lo podía imaginar.
¿Qué iba a hacer cargada con el bebé, y más tarde con un crío pequeñajo,
y con un adolescente y con un pibón?
Una cosa tenía clara: a la Costa de la Luz no iba a volver.
Quedar a merced de sus padres, afrontar la humillación de ser madre soltera,
ver las muecas de desprecio y despecho
de los hombres a los que había rechazado
y oír las risitas de las chicas y compis de playa,
que antes le habían tenido celos y envidias…
Hizo de nuevo inventario de sus recursos: y llegó a la conclusión
de que disponía solo de dos cosas: belleza e inteligencia.
Pero no podía servirse de ellas teniendo que ocuparse del niño.
Con que un día se levantó, envolvió al pequeño en una manta
y se fue en tren a Algeciras. No le costó dar con el marino yanqui.
Entró en un bar americano, le dio el fardo a Smith y le dijo:
– Cari, ahí tienes a tu hijo. Yo no estoy hecha para ser madre
y se marchó.
Se fue a ¿Madrid… Las Vegas… París?
Sabía qué hacer y cómo sacar provecho a sus cualidades.
A los hombres les encantaba mirarla, les gustaba que la gente los viera
con ella del brazo. No era una prostituta. Ella no exigía pago
a tocateja. Pero hacía saber que para estar con ella había que
hacerle regalos, chucherías, oye: apartamentos, viajes, joyas.
Y, sobre todo, información privilegiada para operar en bolsa,
opciones de compra o venta, participaciones en contratos de
desarrollo urbanístico.
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Vejer: el amor perdido
Se sentía culpable.
Solo se sentía culpable por el hijo al que había abandonado.
Tenía muy claro que no habría podido criarlo,
que no habría podido vivir en la Costa de la Luz,
siendo la esposa de un norteamericano que trabajaba en la base naval
de Rota, por muy relacionado que estuviese.
Cierto, se quedaba mirando la alegría del bebé,
el bullicio de sus pucheros y lloriqueos
la mezcla de hipos y jipios.
Empezó a jugar a un juego estúpido: se ponía un cubito de hielo en la boca.
Lo lograba mantener hasta que se disolvía, mientras los nervios
de la boca se convertían en una zarza…
Arañaba, oye.
Los dientes se le helaban, sentía latir sus raíces.
Eran como teclas de un órgano doloroso.
Con los ojos entornados conseguía aislar los berridos de Francis
(sin duda de haberlo bautizado le hubiera puesto Francis).
Los nervios de la boca se enloquecían durante un minuto,
el timbre sonoro de Francis le llegaba a la cabeza
desde los dientes sensibles como antenas.
Escuchaba su voz con los dientes.
Ya nadie le prestaba atención. No se veía a sí misma lavando y planchando
ropa, pariendo como una coneja, yendo a confesarse los sábados por la tarde,
y a misa los domingos por la mañana.
Aquello era la muerte.
Sólo sentía remordimientos por su bebé abandonado con un borracho furioso,
mientras ella saltaba de flor en flor, de cheque en cheque,
de Madrid a París y a Los Ángeles.
Ahora estaba de nuevo en Los Ángeles.
Tenía buena cartera de inversiones inmobiliarias y bursátiles,
y, a pesar de que había superado los cincuenta
y estaba perdiendo su belleza no tenía de qué preocuparse.
Tenía dinero.
En este mundo, el dinero es la salvaguarda de una mujer.
Al enterarse de lo de Francis, puso en juego ambas cosas.
Un buen amigo que trabajaba en el Departamento de Interior
cayó en la cuenta de quién era Francis Smith y la llamó.
Tu hijo está hospitalizado y tiene problemas.
Otro amigo puso a su disposición un avión privado,
y al día siguiente la “Gaditana” estaba en Cádiz.
Durante el vuelo había hecho algunas llamadas,
tiró de historia, de historias, pulsó cuerdas de memoria.
De Costa de la Luz a Madrid, pasando por París y Los Ángeles,
nadie quería que la “Gaditana” escribiera su autobiografía.
Se tendió una red protectora en torno a Francis Smith.
Tiene la cadera izquierda destrozada.
Francis era un simple transeúnte que resultó herido
en un tiroteo callejero, punto y final. Punto y final.
No han sido los narcos quienes han conseguido ese apaño.
Ha sido su madre. O sea.
Posdata.- Concluyendo su libro VEJER SIN FRONTERAS, Paco de Coro trae su último capítulo… pura ficción sobre EL AMOR QUE PASA basado en el monumento de BÉCQUER en Sevilla y recreado en la playa de EL PALMAR una tarde de asueto.
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