– Mendoza es muy raro, nunca sabes lo que tiene en la cabeza.
– ¿Qué quieres decir, Reinaldo?
– Con la cantidad de locos que hay por ahí, Mendoza es más raro, nunca sabes.
– Venga, ¿a quién ha elegido esta vez?
– No lo adivinarías nunca.
– Ya, hombre, ya…
Reinaldo se volvió un momento para mirar a Aquino, allá al fondo, con el amigo Linares. Luego dijo lentamente:
– No hay forma de saber que tiene este chico en la cabeza.
Maldita sea.
Llamó a Reinaldo.
– Quiero verte –dijo Mendoza.
– ¿Cuándo?
– Ahora, ahora. En el bar del aeropuerto, ¿vendrás?
El policía pareció dudar un instante. Una nube pasajera que sombreó su cara.
– Sí –dijo-. Y colgó.
No sabía bien por qué le había pedido que se vieran en el aeropuerto. Para hablar del acontecimiento, desde luego. Para hablar del caso sin duda.
Y el inspector había contestado enseguida que vendría. Ni siquiera había preguntado para qué.
Fue el 22 de noviembre de 1970 en el aeropuerto de Manila.
Pablo VI acaba de llegar a la capital de Filipinas en una de sus visitas apostólicas. No se olvide que fue el primer papa que usó el avión para sus desplazamientos. Y fue el “primer Papa peregrino” que pisó tierra en los cinco continentes y el primero desde San Pedro en pisar también Tierra Santa en 1964, cuando se levantaron las excomuniones del año 1054 él, en nombre de Roma y Atenágoras I en nombre de la ortodoxia griega.
Amigo Javier, mira bien el día 22 de noviembre de 1970 envuelto en cascabeles.
Y esa gota fría, ese inconcreto llanto, que concreta la alianza entre el papa de Roma y Filipinas, el mayor país católico de Asia.
Hay sílabas secretas de pensamientos, de cantos, de deseos, de voces, de sentimientos, de multitud, de pueblo.
Como un cauce contra el pecho de Montini se abrazan los niños, los adolescentes, los jóvenes, los obispos, el pueblo filipino. Suenan, enfebrecidas la bandas de música, voltean las mil campanas de los cientos de islas del archipiélago.
Como un cauce contra el pecho de Montini se abre paso un sacerdote. Hace ademán de besarle las manos y le asesta dos puñaladas con daga extraída de la sotana. De entre esa misma turba salta la policía, reduce al agresor, que forcejea, que resiste, que insulta, que brama.
Se trata de Benjamín Mendoza y Amor Flores, boliviano de profesión pintor, disfrazado de sacerdote. El peso de las horas y la consistencia de los días le habían trastornado. En su cabeza tenía una obsesión, parecida a la que había tenido en otras ocasiones y ese día 22 de noviembre le había prometido de nuevo intuir la velocidad del paso que llevaría y la medida del camino que le conduciría a su destino.
Como un cauce contra el pecho de Montini saltaron las dictaduras de Portugal, Grecia y España. Pero Pablo VI, de vocación humanista y demócrata, era una mezcla de fuerza irrefutable y soledad definitiva en sufrir con amargura todas las resistencias, también las resistencias del régimen de Franco para aceptar la libertad plena de la Iglesia para el nombramiento de los obispos conforme ya con el Vaticano II.
Como un cauce contra el pecho de Montini salió a su encuentro el contraste. El del celibato sacerdotal, el de la regulación de la natalidad, el del progreso de los pueblos, el del conflicto entre papa y obispos, el del diálogo ecuménico, el de la andadura firme y esperanzada del Concilio Vaticano II. A los que él respondió con sus magníficas encíclicas Humanae Vitae, Popularum Progressio, Octogesima adveniens, Ecclesiam suam, escritas por él de su puño y letra, como otras tantas minutas de exhortaciones y escritos de Pío XII durante sus 30 años en la Secretaría de Estado del Vaticano, mientras los fines de semana ejercía el ministerio sacerdotal en “Borgo Ragazzi” de Salesianos Roma como si fuera un salesiano más.
Amigo Javier, sea cual sea el contenido de las Cartas pastorales del papa Montini, tienen el aura de la frágil construcción humana y el peso del estudioso, formado por los jesuitas de la Gregoriana: curvas indecisas, circunloquios atrevidos: hermosos “despistes” históricos, sorprendentes adornos literarios del lector empedernido (hasta 75 libros llevaba como bagaje en sus viajes por el mundo), palabras que se encogen con pudor y frases que se alargan envolventes como un abrazo. Las Cartas encíclicas del papa Montini tienen mucho de huella y tatuaje de toda una época (1963-1978). Pese a su levedad, la del intelectual –brillante, espiritual, humilde, “infinita cortesía”-, sus mensajes son petroglifos grabados con punzón en carne viva.
Como un cauce contra el pecho de Montini, todavía cardenal de Milán, cayó la ejecución de Julián Grimau, exponente del partido comunista de España el 20 de abril de 1963, a favor del que envió su famoso telegrama a Franco para implorarle la permuta de la pena de muerte.
Y, en fin, como un cauce contra el pecho de Montini saltó la noticia del secuestro del primer ministro italiano Aldo Moro por las comunistas Brigadas Rojas. Tanto le afectó, tanta era la amistad que los ligaba que el mismo Papa confesó su deseo de entregarse por él, si eso le aseguraba a su amigo la libertad del secuestro al que lo habían sometido los terroristas en 1978 y al que no sobrevivió. Tuvo que llegar un telegrama a España y una carta pública a Italia, manuscritos de Montini para que toda esa información significara algo. Unos mensajes envueltos en piel humana. Metidos en el sobre de dos cuerpos torturados, sometidos en el chantaje de la cárcel o del secuestro. Seguro que Julián Grimau y Aldo Moro, los dos políticos de signo contrario, no conocían todavía este axioma de la sociedad de la información virada en espectáculo. Toda la verdad de aquella España y aquella Italia temblaron en ese telegrama y en esa carta para la que no tenían Servicio Postal. Nos las trajeron en mano. La eficaz respuesta, por entonces, fueron dos ataúdes. Hoy son dos surcos de humanismo en la Historia de la Iglesia, la épica del mejor Papa del siglo XX: Juan Bautista Montini, nacido en Concesio, Italia, en 1897 y muerto en Castelgandolfo en 1978. Fue el Papa 262.
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