Hasta hace como 20 años te podías cruzar con ella por la calle Maldonado, por ejemplo. Siempre fue una mujer muy sofisticada que tenía su mejor apuesta en lo popular. Exploradora de la vida, de la inteligencia y del disparate, todavía andaba pintando por nuestros barrios madrileños una serie de cuadros, que ya sería la última: Los moradores del vacío. Sólo ella sabía extraer normalidad a asuntos tan raros como los viajes astrales. Hablaba de geonautas, como si estuviera dando la receta del mejor cocido madrileño, el de La Bola, frente al palacio del Senado. Pero estaba ya en el túnel de salida. Murió en Madrid el 6 de febrero de 1995. Había nacido el 6 de enero de 1902, en Vivero, provincia de Lugo.
Tiene el rostro dramáticamente aviejado y es lógico que me pregunte con cierto pesimismo:
-¿Qué sabes tú de Madrid?
Ni pesimista ni optimista le contesto:
-Chotis, emigrantes, Real Madrid.
Ella cabecea más pesimista todavía y repite:
-Chotis, emigrantes, Real Madrid.
Pero añade:
-Y Maruja Mallo.
La presencia de Maruja Mallo en el Madrid de la Movida recuerda a ciertas nubes grises que pueden avasallar el horizonte. Maruja arrastraba elegancia y llagas. Usos y costumbres de tifón.
-Siendo Maruja, uno de esos seres que irrumpen en la vida para el oficio de voltearlo todo, de trastocarlo todo, me pregunto cuál es tu origen.
-Mira, estrené mi extravagancia ocupando un puesto absurdo en la familia: la cuarta de 14 hermanos. Nací en la noche de Reyes de 1902, “teniéndome a mí misma a mis espaldas y estando frente al mundo”. En Vivero, Lugo, establecí el anómalo cuartel de mi infancia. Pintarrajeaba. Pintarrajeaba mucho. Después pintaba cosas raras, confirmando ya de alguna manera mi vanguardia singular de mucho antes de todos los ismos. Por aquel entonces todavía giraba la cabeza cuando alguien pronunciaba mi nombre entero: Ana María Gómez González.
-¿Entonces, eso de Mallo?
-Lo de Mallo fue tan sólo un gesto de juventud, cogiendo como propio el apellido segundo de mi padre. Después también lo hizo uno de mis hermanos menores, el extraordinario escultor Cristino Mallo. Los dos pasamos la adolescencia en Avilés sin demasiados entretenimientos. Allí ambos estudiamos Artes y Oficios, casi casi como quien no se conocía.
-Pareces, Maruja, una galerista de Lavapiés.
-Me importa cojinetes checos.
-Pues una copa más y prosigamos el curso del río.
-¿De qué río, tú?
-Del Manzanares, supongo.
Tal vez era necesario vernos las caras alrededor de una mesa y lo hicimos en el Hotel Regina de la calle Alcalá, que yo frecuenté a diario durante los dos años de colaboración en la Consejería de Sanidad. Y así lo hicimos. Había que recuperar la naturalidad de nuestra charla en un ámbito convencional propio para que la charla ligara y secundar así, por otra parte, los esfuerzos de Javier Valiente para que las copas se apuraran y las cuentas se pagaran.
Es, pues, el momento.
La dama gallega sonríe al infinito parapetada tras las botellas y yo me pregunto si Maruja es una máscara de pintora o el resultado de cuanto ve.
-Creo –le digo- que la Generación del 27 fue tu mejor caladero, tu cuna, para mí muy importante, de palabra y de artista.
-Pues claro, tú, anduve en noches broncas con Buñuel y en mañanas espesas con Dalí, ¿sabes? Leía a Frank Roth. Me trajiné sin deseo alguno a Miguel Hernández y con Rafael Alberti descubrí que “la salada claridad” acababa siempre igual. Fue ya en 1929 cuando establecimos esa raya eléctrica de amantes. Él escribió su mejor libro –pienso yo- de poemas, Sobre los ángeles y yo pinté una de mis mejores series, Cloacas y campanarios. Las espigas de trigo, las manolas, las geometrías, los peces normales, los molinillos y los caballitos, me centraron en una especie de surrealismo plástico a mi aire y por mi cuenta. De “lo popular… lo popular brotaba mi entusiasmo” y por eso en 1931 marché a París para mostrar aquello que yo sola sabía y vivía.
-¿Te convertiste ahora en una galerista del Barrio Latino?
-Nada de eso, tú. Expuse en la galería Pierre a la que acudían Picasso y Miró nada menos. Cabalgaba sin freno, glotona de vida e irradiando desenfreno por el surrealismo inmortal. ¿Te cuadra, tú? Estaba en el centro de todas las cosas. De todas las casas del arte, se entiende.
-Corrías, pues, hacia tu aventura, ¿no? El hecho es que te expandías sin recuerdo ni control. Así, como una enredadera intangible de hierro que ascendía por las paredes de un reino arrebatado.
-Cuánta sutileza y elaboración en tus juicios, tú, para nuestro barrio. Mira, yo fui el mascarón de proa de toda una generación testicular como Benjamín Palencia, Alberto Sánchez, Pancho Cossío… Pero si te digo la verdad, en el café San Millán, en la Plaza de la Cebada, era yo la que ganaba los concursos de tacos, palabrotas y hasta blasfemias (perdona, tú). Yo todo lo hacía distinto a todos. No existía nadie más independiente, veraz y “friki” en aquel Madrid de “frikis”, voraces y raros. Pintaba –como pintarrajeaba de pequeña– siempre con el aplomo de los que viajan en dirección contraria. Ya de 1934 a 1936 viví de fiesta en fiesta, junto a Federico García Lorca, Luis Cernuda, Rafael Martínez Nadal, Concha Méndez o Margarita Manso. A este recuento de nombres le tengo que conceder una importancia crucial en mi vida.
-Andabas de Misiones Pedagógicas por Galicia cuando estalló la Guerra Civil.
-Sí y por eso salté a Portugal donde me recibió la poetisa Gabriela Mistral (Premio Nobel en 1947). Y de allí a un exilio de 25 años con sede en mil lugares: Buenos Aires, Santiago, Montevideo. Así mismo pasé de una pintura, vibrante e impositiva, de temperamento tropical a escenas más oscuras, tan oscuras como ciertas.
Oye, tú, con tenacidad irreversible decidí regresar a España. Aquí ya muy pocos sabían quién era. Pero eso me importó bien poco. Continué pintando y pintando. Escandalizando y escandalizando a mi manera mientras el personal del Foro, sobre todo, iba recuperando la memoria del arte español conmigo dentro. Todo, todo seguía ardiendo con júbilo en mi imaginación. Y en los años 80 recuperé mi sitio, pero más como rareza de ida y vuelta que como artista necesaria.
O sea.
Fue en Roma en 1972. Una tarde, el andalucista José María de los Santos y López tiró de mí hacia el barrio del Trastevere. “¿A dónde me llevas?”, le dije. “¡Tú calla y sígueme, zetudo!”. Con José María había que empadronarse en la extrañeza y en la sorpresa. Calles, callejuelas –vícolos–. José Mari, que tenía mucho de atleta de lo imprevisto subió unas cuantas escaleras de un edificio añejo y “voilá”… se quebró el encantamiento al llamar a la puerta y aparecer en pantuflas el mismísimo desterrado Rafael Alberti. No sé de qué se conocían. Los “Santos y López” del Viso del Alcor solían levitar sobre sí mismos. Y allí estabas tú también, con los ojos pintados de un azul o de un verde chillón inmenso que consolidaba tu perfil de india quetzal. “¡Oye tú, que yo no me acuerdo!”. “Mejor, tú, me pareció ver un ovni, qué digo, una víctima más de la “otra España” imprescindible. Mira tú, Maruja, te quiero sumar a mi spot, que parece algo así como un diario. Y ya sabes un diario es un refugio. Una droga.
Genial, como siempre!