De coz y hoz en clausura
Uno se imagina que el aislamiento es silencioso. En cambio, el corredor de las otras habitaciones alborota, retumba con voces y con chatarras varias.
Hoy me imagino que estoy en un velero, en alta mar.
Aunque los días de luz no se han acortado, el aire empieza a refrescar, el rumbo apunta al norte. Hay días sin viento, detenidos en longitud y latitud, días así, ensartados por un coleccionista de mariposas. Los conocí cuando tuve la edad del purgatorio, en Málaga, con el viento terral. Hoy ha sido uno de esos días. Me he negado a salir por el barrio a la hora de tomar el aire. Me he quedado en mi cuarto, mirando los mapas trazados sobre el techo por los rayos del flexo.
No tengo pensamientos acerca de este viaje imaginario, de dónde y cuándo se podrá reducir a un atraque en tierra firme. Lo que cuenta ahora para mí es que los días tengan un sentido, con una proa que discurre con lentitud hacia delante, siempre delante, junto con el tiempo. No espío para nada por el ojo de buey el mar bajo y cercano, infinito, nada que ver, nada que medir, nada que decir.
Las persianas de la terraza y de la celda permanecen bajadas. Los visillos entornados. Vuelven a visitarme los años encerrados en buhardillas, que a fuerza de visitarlas me esforzaba por convertirlas en apartamentos, con archivos. Luego las inspecciones puritanas, sin permiso ni aviso alguno, lo tiraban todo por el suelo y del suelo a la basura.
Amigo Javier, como antídoto contra ciertas cosas feas –tantas– resulta muy útil la poesía. Por ejemplo, pienso en unos versos de Jorge Riechmann, capaces de asestar estímulo cuando faltan los motivos: “…hay quien muere de aburrimiento en esta feria universal donde continuamente / ocurren cosas y nunca pasa nada”. Aunque certifico que de un tiempo a esta parte, el mundo está siempre a punto de ser peor. Y ahora cambio de libro y poesía, en busca de la Szymborska: “Algo todavía ocurrirá, pero dónde y qué. / Alguien saldrá a tu encuentro, pero cuándo y quién”.
“Pero permitirá usted que me ría en las narices de las personas que cantan a coro antes de que Dios haya levantado su batuta”, Bernanos.
Bien.
Dentro de las murallas de mis pensamientos y escoltado por el fulgor de unas monjas hay una plazita. Dile a Google: Convento de la Encarnación. Madrid.
Mira, por fa.
Es un lugar recogido, desplazado, apabullado.
Llevo en mi memoria una inexactitud del corazón: mirar allí a mi madre era como rezar sin descanso.
Del monasterio me atrae el desafío de sus leyendas.
Todo, impreciso, todo elegante, todo misterioso.
Azahar.
Los pétalos del azahar.
Siempre que puedo la primera noche del invierno, el 21 de diciembre, asisto a la misa del Convento de la Encarnación. Allí cada año se licúa la sangre de San Pantaleón, además de en Ravello, Italia.
Las agustinas recoletas de clausura cantan detrás de las celosías, como las bernardas en Casbas de Huesca, cuando yo tenía cinco años, en 1946.
– Quieto un momento, Paco. ¿Sientes la espalda?
– Inclina la cabeza hacia atrás.
– ¿Así? – Sí, continúa, continúa.
– Me duele.
– Tonterías. Cuánto más atrás van los brazos, más se empuja el busto hacia delante y más se arquea la espalda. Eso es, así, los ojos en alto, quieto, quieto.
Se puede distinguir a las monjas sentadas o de pie, a través del austero enrejado, y un poco más tarde situadas en fila para recibir la comunión detrás de ese impedimento que las separa de la sociedad.
Las rejas sólo las vemos nosotros, dicen ellas.
Así, en la pepita de una capital tonta y envanecida de sí misma, todavía compite una agrupación de rebeldes, de feministas implacables. No hay ejemplo igual de misericordia.
Me vuelvo un poco, lo suficiente, para ofrecer la mirada al predicador.
Esta vez la homilía versa sobre el milagro que se operó en el vientre de María al concebir por obra del Espíritu Santo. También se rememora el momento complicado en el que el noble José acepta al hijo de María y confía plenamente en ella.
¡Bendita la maternidad del milagro!
¡Qué sé yo de la religión que mora en la belleza, en la naranja que cae del árbol, en los pétalos del azahar, en el seno de una mujer!
Se ensalza después el pan de los ángeles, se habla de cómo Dios desborda de misericordia las entrañas de una virgen, llenando su ser más íntimo, se pondera el carácter de esta niña judía que acepta misión tan descomunal.
La Encarnación del Hijo de Dios es la lengua del alma cristiana.
Se trata en su conjunto de un episodio revolucionario que gracias a su derecho progresista y a su insobornable libertad humana, ningún movimiento reivindicativo moderno de hoy ni de mañana es ni será capaz de superar en dignidad desde hace más de dos mil años.
Es la única maternidad que mi abuela y mi madre veneraban, la del milagro: la maternidad del milagro.
Es la única maternidad que Salesianos Atocha en posguerra veneraban, la del milagro: la maternidad del milagro.
Es la única maternidad que en mil novecientos sesenta y ocho profesé en mi ordenación sacerdotal, con “palabras de fresca sangre, palabras que son agua viva, y fiebre, y lava e incendios en la selva y llamas de la carne…” (Sédar-Sengor): la maternidad del milagro.
Garaia da! ¡Es el momento!
Es tiempo de detener la decadencia del mundo moderno.
Es tiempo de detener la decadencia del mundo fanático.
El mundo fanático es receloso y salvaje siempre. Es tirano y analfabeto. Es boscoso y pasional. Es paciente y criminal. Es un saco tieso de principios atrofiados.
Toda esa combinación es imbatible y permite aguantar lo que haga falta, hasta la victoria.
“La Palabra que se hizo carne” (Jn, 1,14) debe reencontrar sus orígenes, debe llegar a los tiempos en que fue cantada y bailada. Como en Grecia, como en Israel y, sobre todo, como en Egipto, el Egipto de los Faraones. Y como todavía hoy en el África negra.
Azahar.
Los pétalos del azahar.
A nuestros padres, abuelos, antepasados, no les gustaba perderse por las ramas frondosas que confunden, no. Buscaban siempre las raíces. Ni eran, ni se sentían primitivos, rústicos, toscos. Pero sí elementales. Eran pueblo y sólo pueblo. “Cargadores de raíces”. Y como cargadores de raíces nos dijeron, definitivos y rotundos, para cargarnos de raíces también.
Estos días está quedando al descubierto la frágil costura de Occidente, cuando prescinde o desdibuja o mezcla sus raíces. Ojo, a los injertos.
Amigo Javier, más de una vez he recordado que, tras muchos años de estudio, reflexión e investigación, he ido comprendiendo el sentido de nuestra cultura cristiana, casi de golpe, una tarde a orillas del río Henares, en Guadalajara. Un joven sacerdote católico –muy sencillo, muy sincero, muy bueno–, abrazado a un crucifijo camina entre los rastrojos, al ritmo de las amenazas de sus verdugos: “¡Pisa el crucifijo o te matamos!”. Esbelto como una liana verde el salesiano tira de sí mismo hacia la muerte. Es un frenesí de amor y muerte. Parece la llama de una hoguera, mientras arriba en la cárcel alcarreña se inicia el fusilamiento de los trescientos presos.
Don Andrés Jiménez –“San Andrés del Henares”– tenía los ojos como ascuas y la luna se le derramó a puñados por su piel durante tres noches al sereno. Alguna mano piadosa rescató su cadáver, avergonzada por las llamas de su carne muerta, y, le dio sepultura.
El mensaje está claro: el cristianismo no se franquicia sin más. Tampoco la cultura occidental. Ni oriental.
Me encanta la manera en que se describe la maternidad de María en el Corán.
Según el libro sagrado, a María le sobrevino el parto junto al tronco de una palmera. “Preferiría haber muerto antes que esto, y así haber sido olvidada para siempre”, exclama la madre de Jesús en la sura.
Casi siente uno en sus entretelas el mismo peso esférico que María, apostándolo todo a aquello que no se conoce, intrépido ante lo imponderable.
“Cargadora de raíces, María”.
“No te entristezcas, tu Señor ha puesto un arroyo a tus pies. Sacude hacia ti el tronco de la palmera y caerán dátiles maduros y frescos”, le dice el ángel a María, en la sura Maryam.
¡Qué caudaloso era el arroyo que haría crecer al Señor bajo los pies de María! ¡Qué dulces serían los dátiles que caerían sobre su cabeza!
¡Ay, los dátiles de Israel!
¡Ay, los dátiles de Judá!
¡Ay, la maternidad del milagro!
¡Ay, el riesgo del significado ignoto de las cosas!
Amigo Javier, perdona. De casi todos los casposos que rezan esas noches de “San Pantaleón” en la iglesia del convento, las agustinas son las únicas creyentes. Cuántas iglesias están llenas de taxidermistas de Dios, no de enamorados. Que sabrán ellos de la religión que mora en la naranja que cae del árbol, en los pétalos del azahar, en el seno de una mujer. Qué sabrán tantas momias de la música, del canto, de la poesía, de la danza, de la pintura, de todos esos colores al servicio ritual y divino de lo sobrenatural.
Dile a Google: Convento de la Encarnación. Madrid.
La Encarnación del Hijo de Dios es la lengua del alma cristiana.
¡Bendita la maternidad del milagro!
¡Qué dulces los dátiles que caen sobre nuestras cabezas!
Una cultura fermentada en un amor gigante: la cultura cristiana, la memoria de Europa, la memoria de España.
Gran escrito y pensamiento. Un tío abuelo fue Capellán de la Encarnación, donde se licúa la sangre una vez al año de San Pantaleón. Era además abogado y compañero de despacho del Conde de Vallellano. Se llamaba Cirilo Tomey.