No sé si los días inventan la historia o la historia se da a conocer cada día. He llegado a la conclusión de que las personas viven una historia en la que se sienten encerradas, atadas, sin posibilidad de escapada. Este es nuestro tiempo y esta es nuestra historia. La historia está hecha sobre la vida de quienes ya nos han dejado sus memorias; acaso no sea más que el fruto de estas memorias, cuántas veces sin memoria que las recuerde. Y quien desconoce la historia está perdido o es ‘un perdido’. Pretendo, hoy, dar una vuelta por este mundo “tan especial”, a ver si me encuentro. Porque, en esta historia de “pandemia pautada”, estoy empezando a sentirme perdido.
Dicen que la pandemia nos invade con una nueva ‘ola’. El mar se pierde suavemente en las playas o se rompe contra los acantilados. ¿Cuántas olas tendrá esta tormenta? Olas que se deslizan por la vida; olas que rompen contra nuestras conciencias. Y la grandeza del mar es la misma cuando bisbisea o hierve entre la arena que cuando golpea y salta sobre las rocas de la historia.
A lo que voy. Es verdad que muchos de nuestros jóvenes, dice el reconocido juez de menores, Emilio Calatayud (Ciudad Real 1955), son inmaduros. La única manera de concienciarlos de la pandemia que estamos sufriendo, es que vean las consecuencias de sus hechos. Aquí los medios de comunicación y el comité de expertos se han equivocado al transmitir que para los jóvenes era como una pequeña gripe. Esta dulcificación juvenil de la pandemia ha sido un error craso y de consecuencias desastrosas… No imaginábamos que hubiera tantos virólogos y epidemiólogos en España.
Somos un pueblo obediente, pero cuando hay autoridad: lo hemos demostrado en el confinamiento. Pero se ha abierto la veda y hemos vuelto a las andadas. Además, las contradicciones nos desconciertan. Resulta que no me puedo reunir con mis hermanos si somos más de seis, pero mi sobrina, que es profesora, tiene la obligación de juntarse con 25 adolescentes. Esos chavales salen el fin de semana y, el lunes, Irene estará lidiando con ellos, con el riesgo que esto conlleva y supone.
Como decía un chavalillo de cinco años, voy a pedir a los Reyes Magos que acaben con la pandemia, porque así no podemos ni abrazar a los abuelos.
Todo esto me está sugiriendo ejemplos prácticos de actuación, historias que se insertan en la historia y que podrían orientar nuestros comportamientos ciudadanos.
Cuando hablaban a Teresa de Calcuta de la necesidad de renovar la Iglesia, alguno preguntaba qué muro era el primero que habría que derribar. ¿Por dónde empezar? Ella, como quien parecía no enterarse mucho, dejaba caer su respuesta: “Por ti y por mí; no hay otro camino”. Y a buen entendedor, sobran las palabras.
Francis J. Moloney, salesiano australiano, comenta en un artículo, creo que con acierto, que el gran argumento de los primeros cristianos no fue la doctrina, la teoría por muy bonita que fuera sino por la vida que llevaban: «El grupo de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma; lo poseían todo en común… Entre ellos no había necesitados, pues los que poseían tierras o casas las vendían, traían el dinero de lo vendido y lo ponían a los pies de los apóstoles; luego se distribuía a cada uno según lo que necesitaba» (cf. Hch 4,32-37). Vivían el precepto del amor: “Lo que hicisteis a uno de estos mis hermanos a mí me lo hicisteis” (Mt 25,40). Y ese lenguaje lo entendió y lo entiende todo el mundo.
Aún recuerdo al Sr. Calzada, un ciudadano de Carolina (Puerto Rico). Tuvo que ir a Estados Unidos a hacerse una complicada intervención quirúrgica. Por aquellos años, la medicina en USA estaba muy adelantada, pero el que la quería tenía que pagarla. No había medicina pública y, si la había, no era gratuita. Con lágrimas en los ojos y alegría en el alma, contaba cómo una comunidad cristiana había pagado sus gastos, su pensión y el importe de la operación. Con razón, no tenía palabras para describir a aquellos “hermanos”.
Se les pide a los jóvenes que sean consecuentes y apechuguen. Muchos de ellos todavía tienen a sus abuelos: con ellos se está muriendo nuestra historia. Yo, que ya desde hace años soy “un abuelo”, observo que, cuando llegan las elecciones, me consideran un ciudadano, pero ahora me siento un número de estadística. Me duele que la mayoría de los políticos solo vivan centrados en sus propios intereses. Eso es más perjudicial para la historia que ‘algunas’ actitudes y comportamientos de nuestros jóvenes…
Tal vez, por el camino insinuado, se pueda recuperar la historia. Esta historia que corre el riesgo de írsenos de las manos.
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