LA EMBRIAGUEZ DE LA OLA
Amigo Javier:
Tuve la suerte de ser elegido premio ensayo “Ciudad de Irún 1978” y lo he recordado varias veces de distintas formas.
Mi trabajo Colonización política del catolicismo. La experiencia española de posguerra (1941-45) fue, sobre todo, pero no sólo, un análisis pormenorizado del periódico Arriba y de la revista Ecclesia, hilado por un pensamiento fino, hecho de cientos de horas de adversidades, de silencio, de soledad, de ausencias, compartido, a mi manera, con un montón de bachilleres de Salesianos-El Paseo de Madrid de 1975 a 1978.
Me presento en el Hotel Londres e Inglaterra, sobre La Concha, a la hora convenida por la secretaría del premio. Al fondo destellan temblorosas las luces de Igueldo. Ya ha oscurecido. La lluvia cae con cierto rencor y el viento arremete con desprecio.
Después de cenar me dirijo al Paseo de Salamanca y de seguido al Paseo Nuevo. ¿Qué hacer cuando la curiosidad se pone de tu parte?
Me arrimo a las barandillas de los miradores.
El mar de los vascos es eso otro que no veo. Un espacio sobrado de peligros, de delirio, de imprevistos incalculables. Alcanzo el final de la plataforma con el mar metido hasta en los huesos.
Los golpes de mar caen sobre las paredes de roca en punta de Urgull. De no regatearlos puedo estrellarme contra la escarpadura.
El estruendo de la caída del agua es una hecatombe.
Es una de esas noches fieras, cuando el agua se aúpa como un gigante sádico y en la cresta de esas olas asoman filas de dientes homicidas.
Costa vasca. La embriaguez de la ola, latigazos de temporal.
A los dos o tres años de conocerla, Javier, forjé una amistad inesperada que dura hasta hoy. Salir intacto de cada golpe de olas en Urgull, un año tras otro, es una exaltada afirmación de la vida, de mi vida. Y de las más rotundas. Aunque regrese indemne de Donostia, de Pasajes San Juan, de Deva, de Biarritz… sólo por fuera, pues cada uno aloja sus variantes propias de zarpazos, certezas, aciertos o desaciertos, que impresionan, si en algún momento se despliegan solos. Altivo e implacable, regreso siempre de la simple aventura de mirar el Cantábrico. Y hasta en la forma de permanecer ausente, conviviendo con él durante meses o en Vitoria, Madrid, Guadalajara. O con las córneas clavadas en el techo de mis celdas benedictinas de Montserrat, Lazkao, Estíbaliz, Oñate, donde en cortos periodos de una semana llegaba a oficiar mi misa en euskera, bajo el patrocinio de la abadesa y la benevolencia de las monjas.
Pues, amigo Javier, el mar de los vascos se instala en los ojos, en la cabeza, en el corazón, en los pulmones, hasta en las manos nerviosas y gastadas de historiador que todo lo escribe a mano, en la conversación lenta y pautada, en la sonrisa escasa y arrepentida. En las mismísimas fichas de papel donde escribo los contenidos de ayuntamientos, diputaciones, monasterios, parroquias, obispados. En las camas de las pensiones del tres al cuarto. O en los sacos de dormir, cuando joven, allá en Igueldo, Ondarribia, Zuazo de Cuartango, Anda o Jócano.
Vuelvo al Hotel Londres e Inglaterra.
Es la primera vez que voy a dormir frente a La Concha.
Estoy algo estremecido sobre el catre frío.
He llegado hasta aquí al compás de mis ideas un tanto desmadejadas, que van y vienen, como los barcos del cercano puerto pesquero, con mi estudio Colonización política del catolicismo (1941-45) y con el seudónimo: Libertad y Democracia. Es 1978.
Los periodistas confundirían mi seudónimo con el título del trabajo.
Miel sobre hojuelas. Vivíamos volcados en jornadas electorales y de cambios políticos, deseados y difíciles.
No logro dormirme.
El ajetreo veloz y destemplado de las olas se mezcla con un viento recio, curvo, y una lluvia despiadada. Cada vez tengo más frío, más dudas.
Un pensamiento me acecha. Será, con el tiempo, una certeza aprendida aquí, sobre los acantilados vascos. El Cantábrico está a años luz de la literatura. Ni la quiere, ni le importa. Es su gran ventaja. Allá se sobrevive sin palabras, con todo lo que eso significa. Desde entonces empecé a aprender a juzgar a las personas una a una, según sus silencios.
Provengo de un barrio de Madrid: Lavapiés, La Latina, Legazpi… donde nuestros padres eran aprendices de algo: de banco, de colegio, de pymes, de… y nuestros abuelos emigrantes los más, de Andalucía, de León, de Extremadura… Sus hijos y sus nietos seríamos también aprendices de nosotros mismos y aprendices de nuestras profesiones.
Aprendices.
Aprendices de historiadores.
Los historiadores poseen un sentido pesimista de la historia (de la suya) y de la naturaleza humana. Aquí el respeto se gana de otra manera distinta a la de otras profesiones. De una forma más pura, diría yo. La primera virtud de un historiador es la cautela. Eso que llamamos heroísmo, de todas las actitudes, es la más estúpida. Tampoco suelen adornarse de fatigas, victimismos, lamentos, todos tóxicos. Así, esa sabiduría, esa elegancia sutil, ayuda a soportar tanto trapo.
Los historiadores, amigo Javier, apenas si escuchamos tertulias. Tampoco estamos sobrados de actualidad, pues nuestra tarea es resolver realidades. Ni faenamos cargados de promesas para no tener que traicionarlas, ni promovemos fragor de conversaciones. Bien.
La noche ha caído por fin sobre La Concha.
Un vacío de sonidos densos lo ocupa todo.
Huele a mar por todas partes. Suena a sí mismo.
Estar en el Hotel Londres e Inglaterra es estar en el mar.
Mi mente en suspenso también olea y tiene sus desniveles. Los ruidos no se apagan ni dentro de la habitación, aunque la falta de luz los suavice.
Sueño que sigo navegando a solas en un arrastrero vasco que faena en Terranova, donde tantos naufragaron. La emoción no es tan distinta a la que dispensaba a los barcos de papel de mi infancia, que arrojaba al Manzanares y se volcaban en remolinos con los desagües de las alcantarillas.
He dormido seis horas de un tirón.
La sensación al despertar es más amable que en Madrid.
Miro desde el balcón de mi habitación y observo la claridad, la luz invasora de este océano. Me entretengo unos minutos en esta inesperada placidez hasta ahora inédita para mí. Es el mejor IVA adicional del “Ciudad de Irún”, que en otros lugares no se tiene.
Ordeno mentalmente el día, pues tengo que repartir las horas de hoy que tanto se parecen entre sí. Escucho dos o tres voces vagas por los pasillos, sin distinguirlas, que cruzan frases cortas. Todo acaba con un golpe de puerta al cerrarse.
¿Cómo se ve el mundo desde el borde de la nada o del Cantábrico? Pues así.
– Estoy en el mar de los vascos, chico –me digo. Lo digo con inesperada satisfacción, pronunciando con detalle cada palabra. –Ya puedo decir que he estado aquí. Volveré, siempre que pueda. Incluso puedo palmarla en cualquiera de sus acantilados si me lo propongo –y me río.
Al cerrarse la puerta de mi habitación suma otro estruendo a la zumba matinal de otras y otras habitaciones.
Salgo a Donostia a pasar el tiempo hasta la entrega del premio, con el viento tibio y casi rubio por un sol que no agrede. Media docena de gaviotas sestean en la baranda del paseo marítimo. Tengo que hablar poco y aún así tengo que desprender suave cordialidad. Observo lo que hago, cómo saludo al jesuita Carlos Goena, a Luis María Ansón, a Idoia Astornés Zubizarreta, al historiador Mutiloa Poza, miembros del jurado del “Ciudad Irún”. Sé que me miran José Ignacio Tellechea, Joseba Goñi, José Mª Setíen, pero no disimulo mi falta de equilibro, ni la impericia que me delata como ajeno.
Perdona Javier, los recuerdos no son siempre fiables; los de una vida tan alargada, aún menos. Con una buena dosis de destilada memoria hecho recuerdo presentes en el acto a magníficos alumnos de Urnieta: Benjamín Careaga, Emiliano Delgado Jara, José María Martínez, Félix Gómez, Rey Mera, por ejemplo; y de Salesianos-El Paseo: Nacho Sánchez, Patricio, Molina, Madera, Sanfiz de León…
Como una limadura del recuerdo, recupero detalles de mi realidad del “Ciudad de Irún 1978”: la presencia de Ernesto Lavandero, Hilario de los Santos de Dios y Ricardo Arias, siempre amigos y confidentes y los siento más lejos de lo que creo y también más cerca de lo que quiero… Sé que cuando ellos no estén tendré que tropezar con las olas invasoras del Cantábrico.
Mecido por una extraña placidez recojo el Castillo Ciudad de Irún.
Hasta los ruidos del mar dan una tregua. Siguen ahí, pero no incordian. La memoria es capaz de concentrar su patrimonio en un espasmo, en un contorno, en un instante. En una decisión repentina: me volveré a presentar el año que viene… A ver…
Las olas asoman filas de dientes homicidas.
0 comentarios