CRISTO DE MEDINACELI

De andar y pensar   |   Paco de Coro

27 abril 2022

EL PAISAJE DE LA LUZ

– “Al paso de tu cruz de guía, Señor de Madrid, enmudece una ciudad como la nuestra, que es jaranera, ácrata, torera, bullebulle, banal.

Y cuando pasas Tú, se hace el silencio.

Me gusta ese Silencio, porque me gusta el lujo cuando se merece.

Pasa, pasa, Señor de nuestra Contrarreforma”.

El trono de plata, amigo Javier, es un eco del altar de San Ignacio en el Gesú de Roma, expresión del triunfo jesuita, gloria barroca de la Contrarreforma, vehículo fetén del misticismo español: Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz.

El Cristo de Medinaceli parece, a la vez, grande y pequeño, robusto y frágil. Algo inexplicable que sale de su basílica con un juego de brillos agitados. Basta con escuchar el aldabonazo que pega el capataz en la canastilla para provocar cualquier “levantá” bajo la trabajadera, aquí ausente. Entonces ocurre lo imprevisto, incluso se da el milagro.

“La levantá”.

Aquí sólo “la salida”.

El suspiro, el grito, la saeta.

A más de un millón de madrileños no se les permite moverse un centímetro de su lugar en el cosmos. Así, a pie firme y sin moverse. Nada, nada coyuntural –como unos posibles Juegos Olímpicos, una Copa de Europa más para el Real, unos comicios democráticos, la entrada triunfal del papa Benedicto XVI por la Puerta de Alcalá. Mírala, mírala– puede reiniciar aquí el curso detenido de tanta historia.

Nuestra milenaria historia.

¡He aquí al Hombre! Ecce Homo!

He aquí al Señor de Madrid.

Sin costaleros, sin mecidas pintureras, sin adornos, sin saetas.

Enfila la calle Duque de Medinaceli y avanza el silencio, que es inmenso y difícil. El silencio al que me refiero es aquel que antes o después transforma el sentido de las cosas. Ese silencio que es miedo, fortaleza, secreto, vigor, audacia, plenitud.

Nadie pregunta de más.

Damos por hecho que aquí se viene a algo del Nazareno; y si no, tampoco importa. Todos somos capaces de detallar una gracia del Señor, cuando creemos que sucede, sin titubear. Quien más y quien menos ha experimentado alguna. También acumulamos supersticiones.

En dos horas y cuarenta minutos se va a producir el vuelco, la caminata, la procesión por el paisaje de la luz, la inmersión sin saber muy bien a dónde: a la realidad o a la historia, al teatro o a la liturgia, a la cultura popular o al arte, o a todo junto.

A la realidad.

Según avanza el cortejo por las calles de San Jerónimo y Canalejas crece el silencio y se ponen en cuestión todas las palabras. Aquí caben todos, incluso quienes no tienen la religión como guía, ni como brújula, ni como nada. Cristo de Medinaceli se puede vivir desde ese otro lado y, como la misma naturaleza en cada primavera, celebrar la fiesta de la resurrección, que se da igual en la mínima flor del almendro en nuestro Retiro que en cualquier hombre, “creado por Dios a su imagen y semejanza”.

La realidad es tremenda en ambos casos.

El espectáculo es tremendo en ambos casos.

Más real en el almendro y según la presión que en cada persona ejerce el chispazo de la fe. De vez en cuando necesitamos estos pactos de credibilidad para no tener que explicarnos del todo lo improbable. O lo insólito.

Al asa de nuestro Cristo de Medinaceli, lleno de reverberaciones, que exigen un alto grado de convicción (incluso de fantasía mediterránea en algunos casos), se juntan los devotos y los pagamos de todo Madrid, de toda España. Unos –tantos– movidos por las causas del reino de los cielos; otros, enardecidos y entusiasmados, por la estética tronante de los pasos de Salzillo, de Gregorio Hernández, de Juan de Mesa, de Juan de Juni; y otros, y otros, en fin, por la severidad y misterio de los capirotes que inflan a cualquiera de inquietud y asombro.

Al teatro.

Se oyen las arengas del diputado del gobierno de los pasos y tronos de la España entera, esos fervorines con que instruyen a los penitentes en la quietud, el fervor, el rigor, la pasión, la tradición, y todas las demás virtudes abolidas por la penúltima reforma de la enseñanza. En vano.

Todo es extrañeza y júbilo.

Avanza nuestro Medinaceli por la calle de Alcalá, calle principal de la Villa, donde la noche llega muy despacio, estirando las luces del fondo de la Puerta del Sol. Se apiña la multitud.

Todos fingimos una cierta armonía, dispuestos para el lucimiento.

O con San Juan de la Cruz… “y déjame muriendo un no sé, que quedan balbuciendo”.

Entre el oleaje de manos sobresale el Hotel “Four seasons”, como salvavidas que uno lanza a la memoria. Y el “Hotel Regina”, donde se puede repasar una y otra vez la geografía de mi ayer.

La fusta del Viernes Santo azota los amores perdidos. No encuentro lo que busco y dejo atrás los sueños alados, cuando no puedo dominar los días por venir.

¿Teatro o realidad? ¿Todo junto?

Todo junto sin que nadie abandone la escena y sin telón que bajar. Y con el entusiasmo de los aplausos, vivas y olés, abrazando el incómodo silencio de no saber cuál es al fin nuestro papel desde las aceras.

A la historia.

Es abril de 2022.

Abril viene a advertir que empieza el tiempo del aquelarre.

¡He aquí al Hombre! Ecce Homo! ¡Cristo de Medinaceli!

Firme, afirmado, consolidado, en plena Plaza de las Cortes.

Cristo de Medinaceli viene a advertirnos que en los próximos meses la vida arde –también la nuestra– en todas las direcciones y que es muy probable que en alguna de ellas encontremos un motivo más para seguir en pie. Que, pese a todo y precisamente por todo, el próximo verano puede ser una tentación de placer, un chispazo de resurrección –como en la flor del almendro– y si te niegas a creer que tantas cosas suceden precisamente en tu honor es que estás muerto o no mereces seguir viviendo.

Y ahora en la cima de mi vida, puedo escribir como Quirós que “me da a veces por mirar atrás, donde quedaron las sobras de los días consumidos”.

Un tuitero ocurrente ha escrito que, con el fin de la pandemia, ha vuelto Lope de Vega a las Trinitarias para rezar Maitines junto a su hija, y Calderón a representar sus obras en el Corral de Comedias, y Quevedo, mi moralista de cabecera desde la Gregoriana de Roma, a trastear por la calle de San Bernardo. O sea.

Pero es que vuelven muchas cosas más; sin duda, en breve, el Real Madrid a Cibeles y Cristiano al Bernabéu, Ayuso y Almeida a ganar elecciones y miles y miles de ucranianos a nuestros hogares sin fin. Ha vuelto Fernando Alonso a Renault, Pau Gasol al Barsa y Guti al Budda ¡ah! Y Feijoo y Urkullu a ganar elecciones. A ganar elecciones otra vez. O sea.

Se queja nuestro Cristo de Medinaceli, que no sabe cómo barrer los restos de la lanzada ni el vértigo del vacío, colgado de la túnica de los reproches, mientras contempla la desnudez de los cien mil muertos por el COVID 19.

Llueve sobre el corazón de los madrileños como llueve sobre el molde impensable de la piedra germinal, porque es tan corto el amor y es tan largo el olvido.

Repican las campanetas de las clarisas de San Pascual.

Hollywood oscila entre el remake y la secuela y abraza otra vez el código Hays, reconduciendo la intransigencia victoriana hacia el dogma identitario.

Regresa un año más al paisaje de la luz el Señor de Madrid.

Le recibe el Museo del Prado en pleno.

A Velázquez, Murillo y Goya se les ha puesto rostro súbito de dinástico casticismo con rigurosa fidelidad. Desde sus pinturas existenciales enfrentan la cultura española y europea al desafío de la metrópoli que simboliza el nuevo Imperio, hoy en declive… y de otras capitales de degeneraciones y mitos. De todas las bellezas también, de todas las culturas.

Vuelve el Cristo de Medinaceli a su basílica, “bordado de palomas” del Edificio de Correos, de los rascacielos de “acero y miel” de la Gran Vía, Alcalá, Prado, Castellana. Camina erguido, digno, luminoso –el condensador del paisaje de la luz– al asa de las músicas de Falla y Granados, Albeniz y Rodrigo, Turina y del laúd que “restaña las úlceras de la madera” (Hierro); de Beethoven, en fin, que es la soledad sonora, la sordera tronante de “las miles de heridas luminosas” que asaetean el paisaje de la luz.

1 Comentario

  1. Francisco Javier Alonso Vázquez

    Magnífica reseña en aras a elogiar y encomiar la grandeza teológica del Cristo de Medinaceli. Don Francisco, con su maestría escrituraria y su vigor expositivo, narra la devoción, el fervor y la espiritualidad del pueblo de Madrid cuando su magnífica talla es paseada por las calles y plazas de la Villa y Corte. El Cristo de Medinaceli constituye un paradigmático símbolo del ser, la psique y la esencialidad de la capital de España. Su fortaleza salvífica ha logrado que los habitantes de la Villa veneren y rindan pleitesía a la mencionada advocación. El pueblo expresa su unción y su religiosidad, al paso de esta imagen, tan enraizada en el alma de Madrid. Enhorabuena a Don Francisco por narrar, con prolijidad de detalles y pormenores, las proverbiales procesiones verificadas por el Cristo de Medinaceli en la urbe de Madrid.

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