
Begoña Rodríguez
Oigo el silencio, cada vez más a menudo. Faltan sus voces jóvenes, sus peleas de hermanos, sus risas,
la música a tope y las prisas en la mañana para llegar a clase, al trabajo…
Los objetos cotidianos se convierten en nostalgia y, mientras limpias el polvo, toda una vida va pasando
por tus ojos y los recuerdos te hacen sonreír y a veces soltar alguna lágrima. Cada imagen cuenta una
historia de amor y crecimiento. Sientes entonces una especie de orfandad invertida, una necesidad enorme
de volver a ser confidente, de ser la primera en darse cuenta de sus cambios, de ver antes que ellos donde van
a tropezar.
Hoy llueve, y me parece por un momento que estamos todos en el salón, jugando a las cartas y comiendo bizcocho casero. Eso era la felicidad, tan sencillo como conjugar los verbos SER, ESTAR Y ACOMPAÑAR.
Ahora, cada vez con más frecuencia falta alguno del hogar: trabajos fuera, formación, sueños por cumplir… Cuartos vacíos, el cesto de la ropa que no se llena, siempre hay leche en la nevera… Y sigues cocinando para cinco, por costumbre, porque en el fondo así parece que todavía están. No puedo decir que esté triste pues ellos buscan su felicidad y esta circunstancia me llena y me da paz, pero ¡qué difícil es habitar el silencio de una casa que desprende tanta vida!
Construimos sus alas con nuestras manos, las tejemos con hilos de nuestro tiempo y luego les permitimos volar y aprendemos a amar desde la distancia, porque el afecto no sabe de fronteras. Miramos el asiento de atrás, en el coche, y los vemos allí, apretaditos, preguntando hasta el aburrimiento: ¿cuándo llegamos? Ahora están al volante de sus propias vidas.
Y para nosotros el día ha llegado. Nos quedamos en la puerta, sin saber bien cómo hacer. De la mano de quien habita este nuevo espacio de dos que habrá que ir acomodando.
Es la historia que abre un nuevo capítulo, una historia cientos de veces vivida. María, en la casa de Nazaret; Mamá Margarita, en el caserío de I Becchi, cada una de las madres de todos los tiempos. Los vemos alejarse para que sean lo que están llamados a ser. ¿Para qué negar que duele? Pero es un dolor que asumimos casi con orgullo, sabiendo que nunca van solos, que son de Dios y Él vive en cada latido, en cada paso.
El mejor regalo que le pudo hacer Mamá Margarita a Don Bosco fue la necesidad constante de Dios. Ojalá todas las madres sepamos inculcar a nuestros hijos que sin Dios no podemos hacer nada, y que ellos no se separen nunca de su Amor.
Tus hijos no son tus hijos,
son hijos e hijas de la vida,
deseosa de sí misma.
No vienen de ti,
sino a través de ti,
y aunque estén contigo,
no te pertenecen.
Puedes darles tu amor,
pero no tus pensamientos,
pues ellos tienen sus propios pensamientos.
Puedes abrigar sus cuerpos,
pero no sus almas,
porque ellos
viven en la casa del mañana,
que no puedes visitar,
ni siquiera en sueños.
Puedes esforzarte en ser como ellos,
pero no procures hacerles semejantes a ti,
porque la vida no retrocede ni se detiene en el ayer.
Tú eres el arco del cual tus hijos,
como flechas vivas,
son lanzados.
Deja que la inclinación,
en tu mano de arquero,
sea para la felicidad.
Khalil Gibran, poeta, filósofo y artista libanés
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