No sé si os pasa al poner el árbol de Navidad que colocáis delante los adornos que más os gustan o los más nuevos, a mí sí, tengo mis preferidos por su colorido o forma. Sin embargo, no sé por qué este año reparé en aquellos que llevan conmigo desde que formé mi propia familia. Algunos están un poco decolorados o les falta un trocito o, simplemente, se les ve más antiguos. Decidí darles más protagonismo y los coloqué bien a la vista. Eso sí, primero los contemplé, luego los cuidé, los restauré y los valoré.
Me sentí muy bien al volver a darles protagonismo y me trajeron recuerdos de otras Navidades, otros tiempos, una felicidad quizás diferente. La pandemia me ha quitado y me ha dado mucho, y entre lo que me ha dado está una nueva mirada, más atenta a los detalles y a las personas que tanto eché de menos esos días.
Por eso me he propuesto no hacer en mi vida lo que hice con los adornos: arrinconar lo que me parece menos atractivo. Me da mucho miedo cometer ese error con personas, con valores, con algunos libros, con espacios que podría cuidar mucho mejor.
Mi hijo mayor, que tiene 21 años, reparó en uno de los adornos que restauré:
–¿Es nuevo, mamá?
–Tiene tus años, hijo, pero estaba descuidado, nada más.
Me pareció reconocer en sus ojos un recuerdo, una chispa de su niñez conectada a aquel adorno. Lo tomó entre sus manos un momento. Supe entonces que estaba imaginando haberlo colgado del árbol mucho tiempo atrás.
–Este año no te he ayudado a poner el árbol. Lo siento.
–No te preocupes. Estabas con tus cosas.
Guarda silencio. Toma una foto del adorno con su móvil y la sube a Instagram con esta frase: “Casi me pierdo la Navidad, pero el Niño que somos nacerá de nuevo si no lo olvidamos. Te esperamos en casa”.
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