‘Delenda est Carthago’

16 junio 2023

Cartago debe ser destruida, (también, Ceterum censeo Carthaginem esse delendam (Además opino que Cartago debe ser destruida). Es una de las locuciones latinas más famosas que se conocen y que aprendí hace muchos años en el colegio salesiano. La frase se atribuye a Catón el Viejo (234-149 a. C.) político, escritor y militar romano que el año 157 a. C., tras la Segunda Guerra Púnica (218-201 a.C), fue uno de los senadores enviados a Cartago para arbitrar el conflicto territorial entre los cartagineses y Masinisa (238-148 a.C), rey de los númidas. La misión fue infructuosa, pero Catón volvió impresionado por la prosperidad cartaginesa llegando al convencimiento de que la seguridad de Roma dependía de la aniquilación total de Cartago. Según las fuentes, a partir de entonces, cada vez que finalizaba sus discursos en el Senado Romano concluía con esa coletilla. La frase me ha vuelto con claridad a la cabeza tras leer en estos meses la trilogía del profesor y afamado escritor valenciano Santiago Postiguillo Gómez (n. 1967) sobre Publio Cornelio Escipión, el Africano: Africanus: el hijo del cónsul (2006), Las legiones malditas (2008) y La traición de Roma (2009).

Ello me ha hecho pensar en la guerra que desde hace más de un año estamos viviendo más de cerca. Esa frase no se entiende sin la otra famosa expresión latina “Hannibal ad portas” (Aníbal está a las puertas). Tal era el miedo tan pavoroso que Aníbal infundió a los orgullosos romanos tras su vergonzosa derrota en la batalla de Cannas (2 de agosto de 216 a.C) frente al ejército cartaginés (menor en número). La caballería cartaginesa llegó hasta las cercanías de Roma provocando un verdadero pánico entre los habitantes de Roma que traspasaría los siglos. Nunca sabremos la verdadera razón por la que el general cartaginés no tomó la ciudad. Se piensa que pudo ser porque era una ciudad perfectamente amurallada y Aníbal no disponía de recursos ni para construir artefactos de asalto, ni para mantener un largo asedio con las tropas que le quedaban (tres años antes, Saguntum, una ciudad mucho más pequeña, se le resistió durante ocho meses). Pudo ser también que el cartaginés padeciera el complejo de Jonás (el profeta), según el cual tuvo miedo o pánico en cumplir su sueño más anhelado, destruir Roma, amedrentándose por su propia grandeza (morir de éxito). A ello se une la leyenda que dos autores pro-romanos, el griego Polibio (Grecia, 200-118 a.C) y el romano Cornelio Nepote (100-¿Roma? 25 a.C), recogieron que, siendo Aníbal un niño, su padre, Amílcar Barca (275-228 a.C), le hizo jurar odio eterno a Roma ante un altar dedicado a Ba’al Hammón, máxima divinidad cartaginesa. Una fuerza que lo empujó siempre adelante en empresas tan míticas (¡y mitificadas!) como el paso de los Pirineos y Alpes con su gran ejército de gentes de sur y sus desconocidos y temidos monstruos de guerra, los elefantes ¡Odio en vena!

Aún recuerdo, como me llamó mucho la atención, siendo joven, la tragedia de Puerto Hurraco (una pedanía del pueblo extremeño de Benquerencia de la Serena). Fue en la tarde noche del domingo 26 de agosto de 1990. Varias familias tomaban el fresco en las puertas de sus viviendas, otros tomaban sus vehículos para trasladarse a cenar al pueblo vecino de Esparragosa que estaba en fiestas. La calle Carrera era la principal del poblado, que en esas fechas de verano contaba con 200 personas entre los locales. Aquella misma tarde perdieron la vida nueva personas y doce resultaron heridas en solo veinte minutos. Era el trágico saldo de los odios entre los Izquierdo, los Patas pelás, y los Cabanillas, los Amadeos. Dos de los Izquierdo, Emilio de 56 años y Emilio de 52 pertrechados de sendas escopetas y apuntando al corazón y a la cabeza sembraron de horror, muerte y llanto en el que para nosotros era un desconocido paraje en la vieja Piel de Toro y lo hacían pasar a un primer plano de la crónica negra española del siglo XX. Una venganza, abonada por decenios de enfrentamientos, malentendidos y rencores, cobraba su gabela en sangre en la particular guerra entre dos familias vecinas de toda la vida. El drama de Caín y Abel se repite.

Siendo un servidor profesor de historia en un pueblo andaluz en los inicios del siglo XXI, recuerdo la conversación con una alumna de unos 16 años, procedente de una pequeña aldea, en la que me relataba como los Grises (era la policía armada por el color de su uniforme) en tiempos de Francisco Franco (1892-1975) disolvían las manifestaciones o perseguía a las personas impartiendo palizas con porras y apaleando a todo ser viviente. Me pareció increíble. La alumna que podría haber nacido sobre 1990, quince años después de morir Franco, no podía haber sido testigo de esos sucesos. Ni siquiera yo, nacido en la década de los 60, los recordaba en acción. Deduje por tanto que alguien se lo había contado con pelos y señales. ¿Sus abuelos o alguno de esa generación?

Todo ello me hace pensar que mucho de lo somos ha sido plantado en nosotros y los odios pueden ser una dañina herencia que traspasamos de unos a otros: odios nacionales, regionales, odios familiares, odios de clase, odios raciales, odios religiosos, odios sexuales, odios deportivos…

Lao Tzé, uno de los filósofos más relevantes de la civilización china (s.VI a. C) escribió sabiamente: “Estando armado, pero sin armas pueden ganarse muchas batallas”. Podemos parafrasear: “Estando sin odios, pero sin ningún odio transmitido, pueden ganarse muchas batallas”. Los odios son armas muy peligrosas. Sólo el amor mueve el mundo, ¡ojo!, y su contrario Catón.

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