Siempre intentó mantener la compostura. Tuvo fama, entre sus muchos amigos, de “buena gente” y listo dentro de la intemperie. Envuelto en los ideales del sacerdocio católico –en cuyas filas militó y de qué manera– Don Bosco creyó en la Palabra, como una forma de salvación dentro de un mundo difícil y siniestro.
La Palabra. Las palabras.
Lejos de abstracciones, de celadas retóricas, de absurdas e inocuas pretensiones “teológicas”, de imágenes culturales aplastantes, Don Bosco observa. Se habla mucho de la expresión, pero el principio está en los ojos. En la mirada.
Mientras Borel, Guala, Rua cuidan de sus Oratorios, él rueda por las plazas y calles colindantes. Grupos de muchachos juegan a la baraja en la misma acera. Ruedan las cartas y el dinero está recogido en el centro, sobre un pañuelo.
Don Bosco mira, observa, estudia bien la situación, agarra luego con un movimiento rápido el pañuelo y, ¡zas!, pies para qué os quiero.
-Esto es un atentado. Te toca a ti coger a Don Bosco –dice Buzzetti-.
El mayor de los chicos agita la baraja y arroja las cartas sobre el tablero. En realidad, ninguno de ellos, corre como el señor abate. Lo que les une a todos es, precisamente, su ineptitud. Juegan con las cartas. Las sacuden. Hacen ruido. Clac, clac, clac. Se equivocan, se ríen. Esperan.
Don Bosco ha vuelto. Capta su sorpresa. Se tira al suelo y adelanta sobre el tablero no un pañuelo, sino dos cargados de liras.
-Son vuestras. Era una broma. Es un placer contar con vosotros -confiesa.
-Seguro que va a pedirnos algo -observa Gastini.
-¿Informes sobre un tal Reviglio?
-¿O sobre un tal Bellia?
-Nada de eso, necesito que alguno de vosotros me ayude en el Oratorio.
-¿Cómo ayudarle?
-Por de pronto, empezando a estudiar. Después quien sabe.
Los cuatro se miran y aceptan.
Don Bosco retira uno de los pañuelos y apretándolo entre las manos, pone una condición:
-Os pido que seáis, en mis manos, lo mismo que este pañuelo: dóciles.
Pausa e inspiración profunda. Él los contempla sin parpadear. Ellos llevan meses interiorizando sus palabras, las palabras de Don Bosco brotan de la vida, no de la cultura y se entregan. Fueron los salesianos José Buzzetti, Santiago Bellia, Carlos Gastini y Félix Reviglio, desgarrados y callejeros y desde 1848, seguros defendidos en la casa del santo.
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