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Secretos
Amigo Javier:
No sé qué escritor decía
que cada existencia se reduce
a un miserable montoncito de secretos.
“Secretitos al oído,
son de niñas sin sentido”,
canturreábamos en Salesianos Atocha,
“allá por el año de la polka de Don Bosco”,
cuando dos menganitos se soplaban a la oreja
cualquier confidencia.
Dan fatiga los secretitos y más en público.
Suena a lodazal de famas y honras ajenas.
Es una pena que todo sea tan cutre,
porque las opiniones, y decisiones y disputas
éticas y hasta estéticas deberían solucionarse
a tiros, sí a tiros,
como hicieron Rimbaud y Verlaine.
A lo que vamos.
¿Y si la Virgen María hubiera dicho “no”
al anuncio del ángel Gabriel?
Está pero que muy claro que el misterio de la Encarnación
–el momento en el que Dios Hijo se encarna en Jesucristo–
como toda la biografía de nuestro Señor
pudo hacerse sin contar con ningún “sí”,
y menos de gentes tan sencillas como María y José.
Hasta hubiera sido posible que un general soberano
–sesudo, concienzudo, linajudo–
hubiera sido el mejor confidente del secreto,
para mantenerlo
y no andarse con ocultaciones a medias,
confidencias reventables
soplos disolventes.
Ya se sabe que si se quiere guardar un secreto,
lo mejor es no decir nada a nadie.
Absolutamente nada a nadie,
ni siquiera a uno mismo.
Las grandes cuestiones, ya se sabe: esas del papeleo,
de nombramientos, de cargos, de decisiones,
han de someterse con celo escrupuloso a secreto,
burocrático, general, universal, global y “¡totalmente total!”.
¡A callar… pues!
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Idilio
Pues, nuestro buen Dios va y pide permiso a María
y ella va y se lo cuenta a José
y el Señor espera, según parece; se pone a esperar
el consentimiento de los dos.
Y allí veis a la buena de María, virgen humilde, si las hay,
abriendo una grieta frente a los afectos revelados,
como si tratara de mantener a distancia al monstruo de los sentimientos
y de las importancias,
como si reprimiera cualquier deseo que dejara traslucir su apego,
disfrazando su sorpresa de simpatía
y sintiéndose inmensamente frágil, desvalida.
Y allí la vemos de simple espectadora e interlocutora,
tan excepcional en espíritu y audacia,
charlando con el mensajero,
que se le ha colado por la ventana primaveral
con un telegrama –tremendo, alarmante, candente–
que pide
acuse de recibo y firma de consentimiento.
María “se golpea el corazón,
ahí es donde reside el genio”,
al hablar, sus ojos se iluminan
y se convierte en la persona más seductora
que pudiera imaginarse.
“Hágase en mí según tu palabra”.
Y María lo pronuncia con los ojos fijos
en Gabriel –“varón de Dios”–
–sin discutir del sexo de los ángeles,
y menos de los arcángeles–.
Se trata de un idilio esotérico,
de índole extática,
de estupefacción,
de pasmo.
María puede enmugrecer su rostro y su pelo
de cenizas segura de que mirando la luz de Gabriel
da una zancada gigantesca hacia Dios,
hacia la gloria.
Pura luz de mensaje
–desconcertante, sutil, trascendente–
que María acepta, recibe, firma.
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Rostro
Casi brillo, casi grito,
casi relámpago, casi trueno,
casi piedra y arena,
casi agua y sal.
Húmedas arenas que se convierten
en el corazón que siente.
“San José” estudia la transfiguración fascinante
que se opera en el aspecto de María
–la Madre de Dios a lo largo del día–.
Minuto a minuto,
de lance en lance,
allí donde suena el tiempo y la profecía,
el Ser y la nada convergen.
Se aman los amantes en un mismo latido.
El Ser del Hijo de Dios existe en su siendo.
“San José” decide abandonarla,
nunca denunciarla.
Adivina nuevos bordones de su sensibilidad.
Inevitable e infinito es el rostro de María:
Rostro hecho de materia inmaterial:
Motor, cauce, patrocinador, cobijo
de acontecimientos
sorprendentes, sobrecogedores e insufribles
muy a menudo.
Nunca un rostro tan bello ha coincidido con un alma tan bella
(el viso embriagador de nuestras vírgenes sevillanas,
granadinas, madrileñas, manchegas, vascas o valencianas,
lo predica),
arropado por fabulosas apariciones y ardentías populares,
no son sino un extracto de su mágica esencia.
José mira extasiado a María,
y María le devuelve la mirada a José,
pertrechados ambos de sueños, voces, sentimientos,
arandelas refulgentes de una liturgia precintada y divina.
Es el éxtasis (me da igual lo que digan los mistagogos).
Es la herida inescrutable que esculpe su dulzura.
La dulzura heroica de María.
También, por qué no, la de José.
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El “sí” augural
“Oh fieles, no hagáis preguntas sobre materias
que si os fuesen reveladas os causarían dolor”,
al-ma’ida, 101, del Sagrado Corán.
¿Y si María hubiera dicho no?
¿O si se hubiera demorado en exceso,
envuelta en temblores y dudas?
Se sabe que “lo santo” irrumpe sin ser buscado,
incluso en el tuétano de los malvados.
Más bien cuando irrumpe se rechaza.
“Lo santo” se rebela contra su misma fe,
se avergüenza de los dones recibidos,
se deniega a sí mismo.
Cristóbal de Castillejo se lo imagina asustado:
“Todo el mundo está esperando /
Virgen santa vuestro sí: no detengáis más ahí /
Al mensajero dudando…”.
De forma que, a expensas de vuestro sí,
todavía nos podíamos permitir el lujo de gozar
de la merced de Dios
y quedarnos sin vaso donde quemar incienso.
Podíamos seguir mirándole hasta que Gabriel
se desintegrara, desapareciera para siempre y,
cuando él se marchara,
nosotros volveríamos al baldío de la existencia.
Pero el sí de María había pendido sobre el orbe
antes de su nacimiento,
es muy posible que ese éter sutil y taumatúrgico,
hubiera aguardado sin tiempo en el espacio
hasta la aparición del cuerpo adecuado
donde alojarse
y ganar así la inmanencia
que ahora necesitaba trascender.
No es que María dudara:
Es que se quedó sin aliento para contestar en seguida.
Y el teletipo del “Sí” se volvió loco para transmitir
deslumbrante: SÍ. Y ahí va la salvación para todos.
Porque Dios es tan sabio, tan poderoso, tan amador,
tan Padre y Madre y tan Amigo
que no mueve un dedo redentor sin contar
con sus hijos.
– La imagen más bella de ti es la que nunca veré –le dice Gabriel.
– Quién sabe, Gabriel, quién sabe –le responde María, entristecida de repente, augural.
Gracias, Paco, por este regalo de Adviento tan sugerente y delicado, tan sabio y religioso. El misterio es la savia de la vida, y más en este mundo donde todo tiene que estar registrado, contado, pesado y medido. El misterio nos salva, y nunca mejor dicho que en el episodio que comentas.