Don Bosco y el fantasma de Rousseau

8 noviembre 2024

Jean Jacques Rousseau es uno de los pensadores más influyentes en la modernidad, tanto en el campo de la pedagogía como en el de la política. Pero su fama se ha construido a pesar de que sus teorías se basan en principios filosóficos muy discutibles, cuando no fácilmente rebatibles partiendo de la experiencia.

Rousseau influye en toda la pedagogía del siglo XIX, dado que se sitúa en el extremo opuesto de la pedagogía imperante en aquella época, demasiado autoritaria, memorística, e ignorante de las características evolutivas del educando. Rousseau es visto como el descubridor de las potencialidades del niño, y el inspirador de la nueva pedagogía. Contribuye a crear una pedagogía más adaptada y flexible; una alternativa liberadora frente al rigorismo de la época.

En política también ejerce una profunda influencia. A todo el mundo le suena la expresión “El contrato social”, título de una obra de nuestro autor, que dio un vuelco también a la forma de entender la política. Rousseau pertenece a los ilustrados del siglo XVIII, que se replantearon todo a partir del ejercicio libre de la razón. Y se preguntaron cuál era la legitimidad de la autoridad que se impone a la sociedad. Como las respuestas tradicionales basadas en el origen divino de la autoridad monárquica les resultan insuficientes, buscan otra legitimidad basada en la razón. Y ésta, a su vez, se basa en el “Contrato social”, es decir, en el consenso de unos seres humanos para que otros les gobiernen, pero con la condición de velar por el interés general.

Rousseau le da un toque particular a este contrato social, porque él piensa que la sociedad es lo que corrompe al hombre, que nace limpio y puro. Así que, cuanto menos poder e instituciones existan, mejor.

Los anarquistas del siglo XIX sacaron conclusiones de estas premisas, y propusieron una sociedad sin Estado, dado que todas las instituciones corrompen al puro e inocente ser humano, y le alejan del prístino estado de naturaleza. Lo malo de este relato, es que el anarquismo pretendió empezar desde cero, destruyendo todo lo existente. No hace falta recordar la trágica historia protagonizada por esta corriente política en el Siglo XIX y parte del XX.

El problema de todo esto es que Rousseau se equivocaba. Sí. El maestro inspirador de tantos buenos propósitos en política y pedagogía partía de presupuestos falsos. Falsos de solemnidad. Porque nuestro autor imagina un ser humano de laboratorio, a partir de elucubraciones que nada tienen que ver con la realidad. Porque “el Buen Salvaje” no existía en ninguna etnia ni continente. A Jean Jacques le hubiera bastado dar un paseo en una de las expediciones que patrocinaban las potencias marítimas de la época, para darse cuenta de que su buen salvaje era tan imaginario como el unicornio. Una corta estancia en cualquier poblado africano te hubiera hecho ver las traiciones, odios, violencias, mentiras que sacudían a cualquier sociedad humana, por “salvaje” que fuera.

Rousseau podría haberse inspirado en la vieja antropología cristiana, que ve en el ser humano un compendio de posibilidades, tanto para el bien como para el mal. Quizá hubiera aprendido algo de san Agustín, que tuvo tanto la experiencia del mal como la del perdón y la misericordia en su propia vida.
De no haber sido tan teórico, quizá hubiera tenido arrestos para educar a alguno de sus cinco hijos, habidos de su relación con Thérèse Lavasseur, en vez de entregarlos al hospicio, como hizo. No tuvo tiempo de educar a ninguno de ellos, ocupado como estaba en dar lecciones a otros de cómo había que educar.

Si sus prejuicios racionalistas no le hubieran hecho pellizcarse la nariz ante los textos de la antropología cristiana, habría encontrado pistas para entender la grandeza y miseria del ser humano, capaz de lo mejor y de lo peor.

Y el movimiento anarquista no hubiera sido tan iluso al imaginar que bastaba con dinamitar el viejo orden, para que surgiera como por arte de magia una nueva humanidad, basada en un hombre nuevo, incontaminado por las viejas estructuras del pasado decadente.

Porque el fantasma de Rousseau pervive en nuestras aulas; en las cátedras universitarias; en los despachos de la administración pública. Rousseau sigue inspirando a quienes piensan que basta conocer y educar para que todo vaya bien. Que todo es cuestión de añadir asignaturas al currículum para producir generaciones enteras de seres disciplinados, respetuosos y buenos ciudadanos.

Don Bosco apenas tuvo tiempo para escribir, porque se pasaba la vida educando. Pero, a diferencia de Rousseau, él tenía claro que cada joven es imagen de Dios, y también tenía claro, que esto no viene en los genes, ni es solo cuestión de aprender cómo hay que ser bueno en un contenido curricular. Que es necesario el acompañamiento, el ejemplo y la cercanía. Supo ver, más allá de las apariencias, la imagen de Dios en aquellos que otros consideraban delincuentes. Pero con el realismo de saber que también eran capaces del mal, y esto se lo hacía ver a ellos, instándolos a la autocrítica, fundamentados en la confianza que da el saberse queridos y perdonados por Alguien que siempre da la oportunidad de cambiar. A diferencia de Rousseau, no escribió mucho, pero dejó a la posteridad una lección de vida que sigue iluminando a millones de personas en todo el mundo.

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