El Aventino

Las cosas de Don Bosco  |  José J. Gómez Palacios

8 julio 2025

Surcando el mar

Aunque llevo el nombre de una de las colinas de Roma, mi destino siempre ha estado en el mar. Soy Aventino, un barco a vapor.

Navego a impulsos del vapor que surge a presión de mi caldera. Dos marinos fogoneros echan carbón con largas palas para alimentar al corazón de fuego que palpita en mi interior. Mis grandes hélices cortan las aguas del mar.

Dispongo de camarotes revestidos con madera noble. En ellos descansan mis pasajeros mientras yo hago frente al viento y al oleaje. Poseo un comedor donde los viajeros saborean té y café bajo la mortecina luz de los quinqués.

Mi travesía discurre desde el puerto de Génova hasta Chivitavecchia, antesala de Roma. Cuando el mar está en calma, me deslizo suavemente, como un cisne gigantesco. Cuando hay mala mar, cruje cada plancha de mi casco.

Siempre recordaré aquella singladura. Dos sacerdotes subieron a bordo en Génova. Se dirigían a Roma. El mayor de ellos se llamaba Juan Bosco. El más joven, Miguel. Aunque desconocía su lugar de origen, enseguida adiviné que eran gentes de tierra adentro, ignorantes de los secretos el mar. Embarcaron con la ilusión de un niño. Pero, en cuanto notaron el balanceo con el que las olas mecen mi cuerpo, afloró un rictus de malestar a sus rostros. Percibí su temor.

Zarpamos al atardecer. Los dos subieron a cubierta. Sentí cómo las manos de Don Bosco se agarraban con fuerza desmedida a mi borda, esa barandilla que llevamos los barcos para evitar que los pasajeros caigan al mar. Su crispación me hizo presagiar lo peor. Y así fue.

Varias horas después, en mitad de la noche, el rostro de Don Bosco adquirió el color pálido de la cera. Sus vómitos iban y venían, como las olas del mar.

Me apresuré a llegar al puerto de Livorno, mi primera escala. Los pasajeros disponían de tiempo para visitar la ciudad. A Don Bosco le hubiera gustado celebrar misa en alguna iglesia. No pudo. Extenuado, deshidratado y maltrecho permaneció recluido en la litera de su camarote.

Cuando emprendí nueva singladura, arreciaron sus náuseas, arcadas y vómitos. Me alarmé. Lo visitó el médico de abordo. Le recomendó tomar varias tazas de té a las que debía añadir tres gotas de una medicina conservada en un pequeño frasco.

Y, como si se tratara de una pócima mágica, comenzaron a remitir los mareos.

Cuando comprobé su mejoría, respiré hondo por mi ancha chimenea. Luego, sentí una honda satisfacción. Yo, un humilde barco a vapor, había enseñado a aquel sacerdote, –forjado en la fe, el coraje y el entusiasmo–, que, incluso las personas más fuertes, tienen limitaciones agazapadas en su interior. Mientras desembarcaba le recordé: “¡Humildad, Don Bosco!, que las personas sois humanas, sencillamente humanas. Y ahí radica vuestra grandeza”.

Nota: Febrero de 1858. Don Bosco, acompañado por Miguel Rua, baja en tren desde Turín al puerto de Génova. Aquí toma el Aventino, un barco a vapor que navega hasta Roma. Esta primera travesía por mar será una dura y extenuante prueba para Don Bosco (MBe V, 575-579).

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