Cuando Robert Prevost salió al balcón del vaticano, ya siendo León XIV, se emocionó. En varias ocasiones tuvo que tragar saliva y contener sus lágrimas porque estaba ciertamente conmovido, con los ojos vidriosos, no por tristeza, sino por una profunda emoción. No sé si lloró en la sala de las lágrimas, pero sí que las derramó en el balcón.
Sus primeras palabras fueron: “Hermanos, hermanas, que la paz esté con vosotros”. Luego habló de la centralidad de Jesús y añadió: Ayúdennos y ayúdense unos a otros a construir puentes con el diálogo, con los encuentros, uniéndonos a todos para ser un solo pueblo siempre en nuestra vida … el mal nunca prevalecerá”.
Decía esto cuando India y Pakistán habían empezado una escalada bélica preocupante, cuando la guerra de Ucrania veía lejos su final, cuando en Gaza seguía un genocidio brutal, cuando en su país, Estados Unidos, se ha desatado una persecución inmisericorde y canalla contra los inmigrantes… cuando el mundo, en fin, está necesitado de tanta paz.
El papa Francisco ya había hablado hace años de la necesidad de una Iglesia que llora, porque es madre. En las lágrimas de emoción de León XIV se podía encontrar el reflejo de las lágrimas amargas de tantos crucificados que en nuestra historia son víctimas de la violencia.
El evangelio nos dice que Jesús derramó lágrimas en momentos de su vida. Qué hermoso es que nuestro papa se emocione cuando se presenta al mundo hablando de paz. Es una emoción que sabe a Evangelio, una emoción trasmitida desde el balcón más observado del mundo… el balcón de las lágrimas.
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