Soy fuerte y robusto. He aprendido a no mostrarme obstinado y terco. Los continuos golpes me han hecho dócil. Mi pelaje gris es el reflejo de una triste vida. Cuando era tan sólo un pollino fui adquirido por el administrador de “La Generala”; un correccional para jóvenes delincuentes de Turín. Transporto las azadas que utilizan en sus forzados trabajos agrícolas. Cuando los funcionarios tratan mal a los presos, éstos la toman conmigo, como si yo fuera la prolongación del carcelero. En medio de tantas penalidades, guardo un secreto que ha dado sentido a mis sufrimientos.
Hasta mi miserable cuadra llegó un rumor insistente. Se comentaba que un cura, que les visitaba frecuentemente con los bolsillos cargados de tabaco y caramelos, había solicitado permiso para sacarlos de la prisión durante una jornada. Las habladurías se hicieron realidad. El día elegido, tres jóvenes presos entraron en mi cuadra. Estaban alborozados. Deseaban disfrutar de la escasa libertad de un día… Pero uno de ellos, marcado con una cicatriz en la mejilla, mientras me colocaba la albarda, maquinaba cómo aprovechar la ocasión para escapar. Sus compañeros intentaron disuadirlo. Le recordaron que aquel cura había empeñado su palabra en el regreso de todos. Pero él, obstinado y burlón, trataba a sus socios de ingenuos.
Con el serón cargado de provisiones emprendí camino. Parecía un milagro. La amabilidad y el respeto con que les trataba aquel cura, les transformaba. Reían y hablaban con educación y afecto. Yo permanecía en silencio. Me horrorizaba pensar que la alegría de aquella jornada pudiera terminar a la hora del recuento. Por fin nos detuvimos a comer a la sombra de unos árboles cerca del pueblo de Stupinigi. El joven recluso de la cicatriz en la mejilla, aprovechando el descanso, se acercó a mí… Miraba a hurtadillas. Iba a emprender la fuga. Tal vez me asusté o quizás lo deseé. Lo cierto es que levanté mi pata derecha y la dejé caer sobre el empeine de su pie. La dureza de la herradura hizo el resto. Gritó desaforadamente. Soporté con entereza la lluvia de golpes que a continuación cayó sobre mí. El preso, cojeando, abandonó sus intenciones de fuga.
Todos regresaron a “La Generala”. El cura cumplió su palabra. Yo volví dolorido a mi cuadra, pero orgulloso de haberle ayudado en secreto.
Nota.- Año 1855. Don Bosco obtiene permiso para proporcionar un día de excursión a los jóvenes presos del correccional “La Generala”. Las provisiones son transportadas en un burro. Al finalizar la jornada, regresan todos los jóvenes recluso (MB 5, pág. 165).
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