El camino

Las cosas de Don Bosco  |  José J. Gómez Palacios

22 diciembre 2020

Huellas convertidas en estelas

Todavía recuerdo a Don Bosco recorriendo la distancia que separa Turín del pueblo campesino de Sassi. Cuando le sentí caminar sobre mi cuerpo de piedra y tierra, no pude evitar una sensación de pena y lástima. Y es que los caminos percibimos también el ánimo de quienes nos transitan.

La tez pálida de su rostro contrastaba con el color negro de la sotana que le cubría. A pesar de su juventud, se apoyaba en un improvisado bastón. Pasos lentos. Fatiga y cansancio. Me esforcé todo lo que pude para que llegara a su destino: la parroquia de Sassi.

A partir de aquel día, le acompañé cada atardecer en los cortos paseos que daba sobre mí. Me acostumbré a la cadencia de sus pisadas. Percibí sus cuitas y desvelos.

Así fue cómo supe que dedicaba sus días y sus noches a ayudar a los chicos pobres de Turín. Había iniciado el Oratorio; hogar para la acogida, el afecto y la educación. Se desvivía. Pero el agotamiento había hecho mella en él. Para evitar un irreparable desenlace, Don Bosco se había retirado a aquella parroquia rural alejada del tumulto urbano.

Semanas después, percibí un incipiente vigor en sus pasos vacilantes. Mejoraba su salud. Pero él añoraba el regreso. Cuando la nostalgia por sus muchachos se tornaba insoportable, yo inventaba cualquier excusa para retenerle.

Aquella mañana lluviosa no pude hacer nada por evitar lo que ocurrió. Las nubes rozaban las colinas. La niebla tendía su manto sobre los sembrados. Mi cuerpo de tierra se tornó barro.

Entonces llegaron ellos. Sus pies menudos se adueñaron de mi cuerpo ya convertido en lodo. Sonreían. Chapoteaban en los charcos. Preguntaban a gritos por Don Bosco.

Quise impedirles el paso. Pero hube de ceder ante el centenar de muchachos que buscaban al sacerdote que era padre, maestro y amigo… Cuando dijeron que deseaban confesarse con él, me estremecí. Don Bosco no lo resistiría. ¡Todavía estaba convaleciente!

Cuando le hallaron, la niebla se transformó en claridad. El tibio calor de las confesiones secó el barro espiritual de los muchachos. Renació la vida. Creció la alegría. Y mis temores se desvanecieron por completo al descubrir que Don Bosco no sólo ofrecía alimento espiritual a las almas de sus jóvenes. Con pan, polenta, salchichón, queso y fruta… fortaleció también sus cuerpos. Nunca supe cómo lo hizo, pero la fiesta fue completa.

Horas después, regresaron los muchachos a Turín. Al despedirles, sentí que sus pisadas eran distintas. Más que huellas, trazaban estelas de luz sobre mí. Don Bosco les había liberado del peso de la tristeza y la soledad. Sobre mi cuerpo de piedra y tierra peregrinaban hacia un futuro cargado de oportunidades.

NOTA. Año 1846. Don Bosco inicia el Oratorio. El intenso trabajo quebranta su salud. Debe retirarse a la parroquia de Sassi, población campesina cercana a Turín. Un centenar de muchachos recorrerá el camino hasta Sassi para confesarse con él en una mañana lluviosa (MBe II, 341-344).

Fuente: Boletín Salesiano

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