Mi existencia estuvo marcada durante casi un siglo por la quietud de las tumbas. Altos pórticos custodiaban la soledad de cientos de lápidas depositadas sobre el suelo. Desde ellas se pregonaban nombres y títulos de personas que fueron gloria de la nobleza turinesa. La pesada verja de hierro que cerraba mi recinto se abría, sólo de tanto en tanto, para dar paso a comitivas de personas enlutadas y abatidas. El murmullo de rezos y sollozos entrecortados, y el golpe seco de la tierra al caer sobre los ataúdes, eran los únicos sonidos que había escuchado.
Recuerdo aquella mañana de domingo. Hacía más de diez años que nadie había sido depositado en mi cuerpo santo de tierra. De pronto percibí un murmullo de voces que se alzaba a lo lejos. Agucé el oído. Los sonidos se tornaron más nítidos. Se acercaban. Intenté auparme sobre mis altos pórticos para contemplar el nuevo paisaje humano que se dibujaba cerca de mí.
Pero no hizo falta. La verja de hierro se abrió con un lamento largo y oxidado. Y sin tener tiempo para reaccionar, los sentí sobre mí. Me estremecí al sentir sus pasos apresurados. Mi cuerpo de camposanto yerto latió apresuradamente. Cientos de pies menudos e inquietos trazaban caminos de vida por entre mis tumbas. Eran niños y jóvenes.
De pronto cesaron las risas y se hizo el silencio. Una voz adulta les dio la bienvenida. Era un cura joven que sonreía y les hablaba de un Dios que es Padre y lleva la alegría en la comisura de sus labios. No pude evitar recordar a otros curas oficiando ritos, siempre ataviados con capas negras tejidas con hilos del pasado.
Durante toda la mañana los pasos de aquellos niños nuevos pisotearon las malas hierbas del abandono y el sinsentido. Cada grito de alegría era una nota para una sinfonía distinta. Aupados sobre sus zancos, levantaban la esperanza caída. Haciendo rodar sus aros redondos de hierro araban mi tierra para sembrarla con semillas nuevas.
Varios domingos después prohibieron al cura y sus muchachos venir a mí. Cesó la vida y regresé a mi soledad. Pero siempre recordaré que durante algún domingo viví la resurrección de la alegría.
Nota.- Hacia 1845 el Oratorio itinerante de Don Bosco se instaló en el cementerio turinés “San Pedro Encadenado”. Fue construido en 1777. No se realizaban entierros desde el año 1829. La estancia del Oratorio en este lugar duró tan sólo dos domingos (Memorias del Oratorio, década segunda, n. 18).
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