¿Quién pagará mi entierro?
Mis ojos nunca contemplaron otro paisaje que el de la calle Doragrossa de Turín. Mi cuerpo transparente facilitaba que hombres y mujeres se detuvieran a mirar los estantes cargados con piezas de tela. El invento de las anilinas las había teñido con nuevos colores. Estaba orgulloso de ser el cristal de la puerta de una tienda de tejidos y paños.
Nunca olvidaré aquella tarde. Un muchacho llamado Carlos atravesó el umbral de la puerta. Lo recomendaba Don Bosco, el sacerdote que ayudaba a los chavales pobres a salir de la miseria. Trabajaría como chico de los recados.
Su presencia fue como un rayo de sol atravesando mi cuerpo. Carlos mantenía el orden. Quitaba el polvo. Fregaba el suelo. Baldeaba la acera. Sonreía a los clientes. Entregaba los trabajos de sastrería. Cuidaba que las prendas llegaran a su destino sin una arruga.
¡Se parecía tanto a mí! Era sincero y transparente. Aunque la vida le había endurecido, conservaba un aire de ternura y fragilidad. Éramos dos almas gemelas.
Pero todo terminó aquel fatídico atardecer. Yo miraba distraído la calle. Los transeúntes pasaban apresurados. Dejaban un fugaz reflejo sobre mi rostro de vidrio terso y pulido. De pronto, alguien se detuvo frente a la puerta. Vestía una sotana negra. Observó el interior de la tienda. Me llené de dudas. Aquel cura no era un cliente habitual.
No me dio tiempo a reaccionar. Carlos, desde el interior, había descubierto a Don Bosco, el sacerdote que le había cuidado durante su amarga orfandad. Creció su emoción: Don Bosco había acudido a visitarlo. Se preocupaba por él. Era padre, maestro y amigo…
Me alegré. Mi cuerpo transparente iba a ser testigo de aquel encuentro. De pronto, el chico avanzó alborozado hacia Don Bosco. Esperé a que abriera la puerta. Pero nunca la abrió. Y ese fue el mayor infortunio de mi vida.
Carlos, presa de la emoción, me golpeó con su cabeza. Crují. Mis fisuras se multiplicaron. Me convertí en una telaraña de heridas. Algunos pedazos de mi cuerpo cayeron yertos sobre la acera. Mientras decía adiós a este mundo, aún tuve tiempo para observar al rostro de mi amigo. Respiré. Mis fragmentos –afilados como cuchillos– no le habían herido.
Mientras marchaba al paraíso, escuché la voz furibunda del dueño de la tienda que, como un eco lejano, repetía: “¡Y ahora, ¿quién me va a pagar el cristal roto?!”. A mí me asaltó otra duda: “Y ahora… ¿quién sufragará mi entierro?”. Pero no me dio tiempo a pensar en nada más. Había llegado al cielo de los cristales buenos; los que nos esforzamos por ser transparentes, aunque en ello nos vaya la vida.
Nota: Marzo de 1847. Don Bosco pasa frente a una tienda de paños y telas. Carlos, un joven aprendiz del Oratorio, se emociona. Sale del comercio atropelladamente sin abrir la puerta. Rompe con su cabeza el cristal. El dueño de la tienda exige a Don Bosco el pago del desperfecto. La esposa del tendero saldará la deuda (MBe III, 140-141).




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