Circunscribo esta reflexión al contexto de la Vida Consagrada, en concreto, a la experiencia fraterna en la institución religiosa.
En muchos análisis sobre la Vida Consagrada se hace referencia al crecimiento del individualismo como uno de los principales factores causales de la desafección y la falta de sentido de pertenencia de los miembros de de las instituciones a sus provincias religiosas y congregaciones. No lo pongo en duda.
Sin embargo, sí me atrevo a indicar que dicha lectura de la realidad es parcial, pues parece señalar que el mencionado individualismo es fruto, exclusivamente, de un deseo egoísta o una autorreferencialidad en búsqueda de la tan denostada realización personal. En conclusión, todo fruto del deficiente discernimiento vocacional o de la debilidad personal y vocacional.
Sinceramente, creo que en muchas ocasiones se llama individualismo a lo que en verdad es soledad. Una soledad no deseada sino, en la mayoría de los casos, una soledad que sobreviene poco a poco cuando intentas sobreponerte de los golpes o la dureza de vida comunitaria, pastoral o espiritual. Entonces buscas y no encuentras, gritas y no te oyen, lloras y nadie te consuela… porque no hay nadie. Todo esto una y otra vez hasta que te auto-convences de que estás solo y, lo peor, no le importas a nadie de los que te han dado como los tuyos.
Me consta que esta experiencia no es aislada, “individual”, ni exclusiva de una generación, aunque las de ahora somos más fáciles de mostrar nuestras debilidades y compartirlas.
Ante esta experiencia, ya hace tiempo, tome una opción. Me la inspiró el recuerdo de una escena de una película cuyo título he olvidado y que era algo así: un soldado volvía de una batalla sangrienta y atroz de la que fue de los pocos supervivientes y otros a los que ayudó a salir de allí. Le preguntaron en qué pensaba en la batalla, cuál era el pensamiento que le motivaba a luchar y a sobrevivir. El soldado afirmó que no pensaba ni en su país, ni en la bandera, ni en las órdenes recibidas, ni siquiera en si mismo. Su único pensamiento era preocuparse y ocuparse en mantener con vida al compañero que tenía al lado. Por él luchaba con el convencimiento de que este hiciera lo mismo. ¡Gran lección!
Así es. No nos sentimos afectuosamente unidos a nuestra congregación y provincia religiosa ni por el territorio, ni por las siglas, ni por el superior. Nos unimos a hermanos que, juntos, formamos la fraternidad, la comunidad. Hermanos por los que preocuparnos y ocuparnos para que sean felices en la vocación recibida, con la confianza de que ellos hagan lo mismo con nosotros.
Por eso, la pregunta bíblica de Caín: “¿Acaso soy el guardián de mi hermano?” (Gn 4, 9), tiene una respuesta contundente y clara: “Soy el guardián de mi hermano”. Esta es la fórmula contra la soledad y la desafección institucional en la Vida Religiosa. Respuesta que tenemos que dar todos los días, cada uno de nosotros y como comunidad e institución.
Para concluir, aclaro que confio plenamente en que Dios no nos deja. Esta reflexión no es sobre su quehacer divino sino sobre nuestro no-hacer humano.
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