NO MÁS SANGRE
O sea que, concéntrico al orden franquista, había en aquellos años cuarenta y cincuenta un desorden interior que se generaba, se asimilaba, se propiciaba o se callaba.
El salesiano Olaechea tomaba nota de todo y quedaba en penumbra observando.
El desorden y el asesinato en 1937 habían llegado, en Pamplona, a lo tempestuoso, a lo injusto, a lo criminal.
En las aceras de Pamplona, todas las mañanas, en una dificultad de ropa y sangres, aparecían cuerpos de hombres, de jóvenes… ahogados, estrangulados, macheteados, muertos de varias muertes. Los ojos de don Marcelino pudieron recorrer más de una vez aquellos cuerpos, como lengua de luz.
– Dios, Dios.
No podía seguir mirando.
El 8 de diciembre de 1937 no pudo más y lanzó su exhortación pastoral No más sangre, que llegó a taladrar todos los cielos del odio, con su golpeteo seguro y limpio.
– No más sangre que la decretada por los tribunales de justicia, serena, largamente pensada, escrupulosamente discutida, clara, sin dudas, que jamás sea amarga fuente de remordimiento.
Y como en una guerra se obliga a jugar, por cubrir las apariencias, en un juego sutil del que se sustraen las piezas fundamentales: las vidas de los otros, Olaechea gritaba:
– Ni una gota de sangre de venganza. Una gota de sangre mal vertida pesa como un mundo de plomo en la conciencia honrada, no da reposo en la vida y satura de pena y remordimiento en la muerte. Ya no habrá izquierdas ni derechas, no habrá partidos, todos hermanos. El evangelio es uno y será uno hasta el fin de los siglos, y cumpliéndolo con sinceridad de vida llegaremos a aquella patria que es verdadera patria, sin disensiones ni partidos.
Todo, toda iba volviendo a la cotidianidad y la repetición en los barrios de Madrid, bajo los cielos sucesivos del canto santísimo de las novenas de María Auxiliadora; los cantos regionales de la Sección Femenina; las marchas impávidas y vegetales, de La mirada clara y lejos o Franco, Franco, siempre Arriba España, el virtuoso piano de Felipe Alcántara; la gubia perseverante de José Recasens, que taladraba todos los pensamientos de cientos de aprendices; la aguja ensebada de Higinio Arce –don Higinio– tras la cercana guerra lejana, tan presente gracias al crimen posterior.
En los barrios de Cuatro Caminos y Estrecho, Alto de Extremadura y Carabanchel Alto, donde no pasa nada, solían pasar muchas cosas.
Mientras, la pila de súplicas de indulto crecía sobre la mesa del despacho de don Marcelino.
EL JUEGO DEL “CIEMPIÉS”
– ¡Churro va!
Y un chavalote tomaba carrerilla y saltaba encima de otros, al grito de ¡churro va!, con la crudelísima intención de hundir y desbaratar la bien trabada reata.
En el juego del ciempiés intervenían dos bandas rivales: la de los caballeros y la de los caballos, de forma alterna, y así, envueltos en la barbarie, pasaban los largos ratos de la posguerra.
Agachado, El Jaro, el jefe de la banda de los caballos, se aferraba a una tubería de la pared; detrás de él, metiendo sus cabezas entre las piernas de quien tenía delante, para formar una sólida cadena, los otros chavales, como improvisadas potrancas, ofrecían sus riñones a los caballeros rivales.
El orden de batida del ejército asaltante era, como siempre, objeto de discusión y hasta de lucha. Unas veces saltaban primero los más ágiles, otras los más pesados, que con sólo dejar caer su mole sobre la columna del enemigo, rompían espinazos y hasta crismas…; pero los más rifados eran siempre los que sumaban a su peso altura y longitud en el brinco.
¿Cómo domar y hundir a los caballos?
Existía una táctica infalible: concentrar todos los efectivos en el eslabón más débil de la cadena, en los chicos o chicas más chuchurríos.
Así, pues, obedeciendo las órdenes de El Chino, el jefe de la banda de los caballeros, todos procuraban caer sobre la espalda de Pacita, la única chica de la banda de El Jaro. Previendo la añagaza, El Jaro había colocado a Pacita entre dos compactos: él por delante; Julito, por detrás. El Jaro, por delante espachurraba entre sus muslos hasta los pensamientos de la infeliz Pacita, con tal ferocidad que los oídos comenzaban a silbarle; y Julito, por detrás, la agarraba las piernas con tan firme determinación que sólo, a pedazos, separándola del tronco, hubieran podido los caballos arrancar la presa.
Era el turno de Santi, Santiago Pérez, de Salesianos–Atocha. Sobre las espaldas de Pacita se apilaba una mesa de jinetes sin escrúpulos; mordían, pellizcaban, brincaban, picaban con saña espuelas, pero, encastrada entre El Jaro y Julito, la chica resistía.
– ¡Venga ya! ¡El siguiente!
Santi no tuvo otro remedio ya que echar a correr. Arrancó despacio, a cámara lenta; al llegar dio un bote limpio.
– ¡Churro va!
– ¡Chicos! –era la voz de don Rómulo–, me vais a romper los tímpanos.
De pronto, El Jaro, el eslabón más fuerte de la cadena, salía corriendo, y la montaña de carne humana se venía abajo con gran estrépito, antes que los 18 años de Santi cayeran encima.
– ¡Hemos ganao! ¡Hemos ganao!
Poco a poco, los chavalotes fueron deshaciendo su amasijo y, debajo, aplastado contra el suelo aparecía el cuerpo espachurrado de Pacita. Narciso Pastor, de 20 años; Santiago Pérez, de 18 y Luis Chamizo de 15, a las órdenes del salesiano Rómulo Piñol, jugaban al ciempiés y a lo que hiciera falta, en los solares del barrio de Bilbao, porque había fundado el Oratorio Domingo Savio. Era el curso 1945.
LOS AÑOS TRIUNFALES
Madrid era una ciudad inhabitable. Sus niveles de ruina, ratas y basuras, de vulgaridad, de miedo y enfermedad eran casi mortales.
Madrid no estaba en los ministerios ni en los chirriantes desfiles militares: estaba en la supervivencia, en los sobrecogedores niños de los descampados, en el idioma triunfal y racial de la prensa, en los indigestos bocadillos, en las largas colas de Auxilio Social, en sus barras de pan de tercera de los estraperlistas, en las madres famélicas coronadas con la permanente.
Todo era aluvión, todo era arrastre.
Los cuatro colegios de los salesianos en la capital eran una ruina, un destrozo de pasadas noches tristes y de noches violentas.
En los cuatro, todo manga por hombro, todo adefesios de pared con las patas colgando.
Salesianos–Atocha, de checa a cárcel, de fábrica de material de guerra y almacenes a depósitos de chatarra. Salesianos–Estrecho, de cuartel del 5º Regimiento, con sus batallones Pasionaria y Thaelmann a teatro proletario. Salesianos–Paseo de Extremadura, de hospital de sangre a centro de observación y emplazamiento de antiaéreos. Y Salesianos–Carabanchel, de cuartel de milicias a depósito de muebles de los vecinos del pueblo.
– ¿Y ahora qué va a pasar?
– Pues, posiblemente todo.
– ¿Qué quieres decir?
– Que tendremos que empezar a prepararnos para lo que Dios quiera.
– ¡Pero nosotros no hemos hecho nada, al revés!
– En este país nadie ha hecho nada. Y ya ves. El resultado de la siembra de todas esas noches ha sido una cosecha de odios y de muertes.
– Tantas muertes por un lado y por otros son demasiadas para que muchos no puedan escapar de la venganza.
Ésta era la palabra que ahora trepaba por las almas de los madrileños. La que repetían y repetían los supervivientes en sus casas desconchadas y sin luz. Venganza.
La guerra parecía haber borrado entre los hombres todo otro lazo que el político. Había desaparecido la amistad e incluso el parentesco. Nacía y crecía, inmisericorde, una nueva escala de valores.
– No me fiaría yo precisamente de Maruja, una roja como ella.
– Tú siempre poniendo etiquetas a la gente. Si fuera el canalla de su marido.
– Sabes que, cuando fue alcalde, mandó quitar el crucifijo de la escuela.
– Se limitó a cumplir una orden del gobierno.
– Bueno, no quiero que te vean con ella ni con él, y basta.
El cielo del Madrid de los vencedores permanecía impasible, cerrado a cal y canto. El látigo de los relámpagos golpeaba alturas y bajuras. El aire de los años cuarenta siguió seco, sólido, casi insoportable.
DOCE CHAVALOTES Y DOS BALONES DE GOMA
Una noche Don Bosco encontró rara a su madre.
Aunque el santo lo advirtiera, no le dijo nada.
Los chavalotes del Piamonte se habían ido a dormir y ella permanecía, única e imprescindible, ante aquellas montañas de ropa –¡y qué ropa!–: camisolas que lavar, pantalones que coser, calcetines que zurcir, para el día siguiente, al amanecer.
Don Bosco, como de costumbre, se dispuso a echarle una mano, remendando chaquetas y componiendo zapatos.
– Juan, dijo de repente, estoy muy cansada. Déjame volver a I Becchi (el caserío). Trabajo de la mañana a la noche, soy una pobre vieja, y estos muchachotes me lo destrozan todo. Ya no puedo más.
A Don Bosco se le cayó el alma a los pies.
Le latía el corazón aceleradamente y el santo le señaló el crucifijo…
Margarita Occhiena se quedó con Don Bosco hasta la muerte.
El salesiano Rómulo Piñol, que vivía en la casa salesiana de Alcalá, 164, decidía traerse a su madre para que le acompañara en una aventura parecida a la de Don Bosco, en su Oratorio–Domingo Savio, por las campas de Emilio Ferrari.
Piñol andaba cuanto había que andar para verificar que el Madrid de posguerra estaba en el campo, que al escaso asfalto que lo sostenía la tierra y que entre los adoquines agujereados y ametrallados podían crecer las flores.
Fue un domingo del mes de julio de 1947.
Hubo pitos y carcajadas entre los curiosos.
– ¡Chuta, chuta, chuta!
– ¡Quítate de en medio!
– ¡Chuta! ¡Goool…!
– El cura Rómulo…, ¡goool!
Don Rómulo Piñol estaba sucio y ojeroso. El peinado se le había deshecho, los pelos le tapaban la frente.
– ¿Qué pasa? ¿Quién está rifando una mano de hostias?
– Un respeto al cura, Jaro.
Había nacido el Oratorio–Domingo–Savio con dos pequeños balones de goma, regalo de las salesianas de Emilio Ferrari y doce chavalotes.
Un mes más tarde, en agosto de 1947, se presentaba en aquellas campas doña María Ibarra de Oriol, de la agrupación de Damas Católicas, quien entregaba un generoso donativo a don Rómulo para sus oratorianos.
En octubre de 1947, ya eran ochenta.
LA LIPOTIMIA DE DON ALEJANDRO
Allí donde hay un chico necesitado, está Madrid, preciosa frase de ida y vuelta que era, en el fondo y en la superficie, un bonito piropo a la villa y a la juventud.
La frase creo que era del salesiano Alejandro Vicente.
Don Alejandro no paraba.
Había sido el enlace, durante la guerra, de los salesianos con Turín y de los salesianos entre sí. ¿Qué descamisado iba a fijarse en él con esa cicatriz en la mejilla y esas arrugas de desharrapado?
Don Alejandro había sobrevivido a la revolución.
Ahora con el sabor de la muerte en la boca estaba aquí, en Madrid.
No vino aquí como conquistador, ni era su meta.
Antes de la guerra había venido para sacar adelante Salesianos–Estrecho. Y ya se fue quedando como salesiano.
Qué largas y qué interminables caminatas, solitarias unas veces y otras acompañado de Felipe Alcántara, Emilio Corrales, Higinio Arce. Horas y horas siguiendo itinerarios increíbles, viendo pasar a su alcance la vida de los madrileños, aprendiéndose las leyes y normas de Regiones devastadas, contemplando los proyectos de creaciones sociales del gobierno al servicio de los chicos madrileños.
– Todo arreglado, padre Vicente, no hay que preocuparse. Tengo amigos en el Ministerio.
– Madrid necesita un nuevo empuje, señor.
La cabezota se le columpiaba a don Alejandro sobre el cuello, como a tentetieso con el muelle roto.
– A la vuelta de unos días pueden ustedes empezar en La Paloma, en Santa Bárbara, en San Fernando y en Fuencarral.
– Demasiado, señor Pemartín.
– Demasiado poco para lo que ustedes se merecen.
– ¿Quién le va a poner inconvenientes al desarrollo de los jóvenes?
– A partir de ahora no van a tener vacaciones, se lo aseguro.
Con un pañuelo sufrido y arrugado don Alejandro se secaba el sudor frío que le caía a chorros por la frente.
– Es sólo una lipotimia –explicaba don Higinio–. Hace mucho calor; si pudiera darle un vaso de…
El tambaleante don Alejandro, sin pedir permiso a nadie, se precipitaba sobre el sofá, a trompicones y manotadas, para quedarse dormido.
Aquel 1947, los salesianos empezaban a colaborar en el colegio de San Fernando del pueblo de Fuencarral, en el colegio de Ferroviarios de la Dehesa de la Villa, en el colegio del Ejército de Santa Bárbara y en la Institución Virgen de la Paloma.
BASTA QUERER SER FELIZ, PARA SERLO
El año 1940 se inauguraron en Madrid unos grandes almacenes llamados El Corte Inglés. Se creaban a partir de un pequeño comercio de telas perteneciente al empresario Ramón Areces.
Los vencedores de la guerra se traían con la victoria reformas en las leyes laborales y sindicales, militares y sociales y hasta una orden por la que se prohibía en los rótulos comerciales toda clase de vocablos extranjeros.
La posguerra fue una especie de guerra de después, agria, triste y difícil.
En aquel cielo bajo y nostálgico, nació una colmena de trabajo y verdes ganas de vivir, el hoy llamado Instituto Politécnico del Ejército, porque el que pasarían miles de jóvenes, nostálgicos del cosmopolitismo de las milicias, de los ejércitos, que iban a remansarse en la patria.
La verdad es que los chicos de la posguerra tuvimos pocos árboles donde reposar la mirada.
El Instituto, llamado Parque de Automovilismo, aún con la resaca de la guerra a cuestas, podía convertirse en romería de deseos.
Los salesianos entraron en la casa, o más bien se quedaron, como una cosa más, entre los jóvenes aprendices y los mandos. Con una inteligente sonrisa, caída sobre todos, llenaron y llenan de acierto y frescura los pabellones y talleres, ya durante sesenta años, a pesar de la pesantez de su cuerpo macizote, maduro y lento.
El Colegio de Huérfanos de Militares de Santa Bárbara vivía de intuiciones y comprendió que con aquellos salesianos como capellanes podían descubrir la vida, la muerte, el trabajo, la milicia, la posguerra. Así lo entendía el comandante Ricardo Piquer.
Ambrosio Díaz se puso en pie, ni siquiera se abrochó bien la sotana, apuró otro vaso de agua para calmar los nervios y dijo a toda aquella muchachada de cadetes:
– Caballeros cadetes, vais en una canoa y, si os fijáis, el remo hace que la proa sea más ligera, más deslizante, más pura. Y hay montañas azules en el silencio, como en una película de las tierras altas del Colorado con tramperos y pieles y todo eso… Para ser feliz –allí, en la canoa–, quizás sólo baste meter la mano, golpear ligeramente el agua de ese río. El agua de adentro, sabéis, esa agua lineal, pura y rápida.
Paseaba el salesiano Díaz su mirada sobre aquellos cientos de caballeros cadetes.
Era un patio, casi de armas, lleno de vibraciones, con máscara de chicos jóvenes y uniformados. Parecían la imagen de la felicidad.
– Padre Díaz, lo único que me falta es ser feliz; volver a serlo, quizás.
– Pues, ser feliz, Pedro, es atrapar el tiempo perdido. Ser feliz, diríamos, es aventurarse, a serlo. Quererlo.
Pedro Robles García, caballero cadete, nacido en Málaga, se hizo salesiano.
Y porque los salesianos sabían que los muchachos se autodestruyen muchas veces, que con demasiada frecuencia entran en el sótano vivo de sus horrores, desde 1940 quisieron acompañar a los caballeros cadetes hasta hoy. Los primeros fueron José Aguilar y José Manuel del Bosque, José Luis Bastarrica, Casto Moro y José Antonio Rico. Los últimos, Nicanor del Valle, Anastasio Alba y José Andrés Valencia.
– Caballeros cadetes, vais en una canoa…
Es ya 1999.
POR LA CALLE DE ALCALÁ, Nº 164
– Esto es un espectáculo.
– Las que lía el padre Rinaldi.
– Este hombre siempre nos sorprende.
– ¿Tú crees que anda en el tema?
– Hasta el cuello.
Cuando el clima de romería se fue poniendo espeso de multitud y licor, de expectación y palmadas, Felipe Rinaldi, el tercer sucesor de don Bosco, inauguraba en Turín la SEI (Sociedad Editora Internacional), con sucursales en el mundo entero, para promover la buena prensa.
– ¿Y qué va a salir de todo esto, padre Rinaldi?
– Las revistas y los periódicos son el fuego que alumbra hoy todos los caminos. Todos.
– Ya están aquí.
– Los salesianos tenemos nuestras Lecturas Católicas. Hay que potenciarlas, adaptarlas.
– La verdad, que no es tarea fácil.
– Es uno de los fines pendientes de la Congregación.
– No me considere un cínico, pero el momento pide hombres honestos.
– Los salesianos lo son.
– Pero tendrán que saltar más allá de sí mismos.
– Lo harán. Están preparados.
Rinaldi era hombre de respuesta rápida, de una sinceridad un poco pasada, que era la de su juventud.
Y los salesianos abrieron en Madrid su SEI, en la calle Alcalá, 164.
Modesto Bellido, provincial de entonces, pudo respirar hondo. El obispo Eijo y Garay concedía su autorización, en escrito del 21 de enero de 1947.
Desde entonces, hasta hoy, la buena–gente gris de los barrios populares de La Guindalera, Cuatro Caminos, las Rondas, que necesitaban libros encajables en el hueco de la mano, pudieron saborear las andanzas de Carreño o Albizuri, los trayectos de Fierro o Piñol, las creaciones de Moretón o Sánchez Romo, las audacias de fe de Ginel o de Bartolomé, la orfebrería poética de Alfaro o Izquierdo, la proeza teológica de Calero o de Jiménez. No decimos nada de la orfebrería artística de José Luis Mena durante treinta años.
El nuevo Rinaldi de la editorial, llamada ahora CCS (Central Catequística Salesiana), Aureliano Laguna, heredero del talento y la brillante personalidad del Beato Rinaldi, es como un volcán de iniciativas.
– ¿El demonio del poder, don Aureliano, le ha tentado siempre?
– Tengo que decir, Paco, como aquel personaje de Tolstoi: “Mucha tierra para un hombre”.
– ¿Quiere decir que ha ambicionado demasiada tierra?
– Toda, pero toda para don Bosco, toda para mi gente, toda para los míos, toda para los salesianos.
Los santos salesianos de los cuadros de su despacho asistían reverentes y bizcos a aquella confesión de don Aureliano Laguna. Laguna significa en vascuence amigo, por si alguien no lo sabe.
CONTINUARÁ…
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