Kilómetro 52 de Madrid
UN VIENTO COMO NAVÍO
Los porteros de los talleres generales del Ayuntamiento, en la calle Méndez Álvaro, le dijeron a Héctor Martín, alumno que había sido de Salesianos–Atocha:
– Creemos que mataron ayer al director de los salesianos. Vete a ver si lo conoces.
Martín corrió a la calle Méndez Álvaro.
Sin estar a salvo de las miradas curiosas, se deshizo en lágrimas.
Estaba tan abatido, que los transeúntes le preguntaron.
– ¿Era algún familiar tuyo?
– No, pero yo soy alumno suyo.
La vida del submundo de la guerra, en la que Martín entraba y caminaba y no salía, le había metido una sobredosis de negrura de alcantarilla como para hundirse.
– ¡Don Enrique asesinado!
Martín quería hacer algo y no sabía. ¿Qué era eso? ¿Qué había pasado? ¿Por qué? Martín acababa de entrar en otro mundo, que le tenía que sustituir.
Era el mundo de la guerra.
El día 8 de agosto de 1936 Alejandro Vicente lo visitó en la pensión Vascoleonesa de la calle Puebla, nº 17 y encontró a don Enrique muy dispuesto al martirio.
El 1 de octubre, a media tarde, la pensión Nofuentes se vio invadida por un grupo de incontrolados.
Enrique Saiz, en el piso inferior, asomado a la mirilla de la puerta presenció el descenso de los salesianos detenidos allí: Carmelo Pérez, Pedro Artolozaga, Manuel Borrajo y los primos Mata, Higinio y Juan.
– Mañana vendrán a por mí, dijo.
Y es que don Enrique empezaba a ver ya la muerte con más claridad que la vida.
Era el gran ausente de otras vidas. Su ausencia era ya su aureola.
Aquella tarde del 1 de octubre pagó la pensión a la dueña, Beatriz Ibarreche.
– ¿Por qué me paga usted esta noche, don Enrique?
– Porque mañana vendrán a por mí.
Fue noche de oración y de espera despierta. Sonaba el viento en la calle Puebla como un navío pasando entre las casas, un navío fantasma y varado, que gimió al amanecer.
A las nueve de la mañana del día 2, se presentaron dos jóvenes en la pensión y se llevaron a don Enrique.
De su soledad don Enrique hizo un héroe, y de su independencia un mártir.
– Vengo de matar al director de los salesianos –dijo uno de sus asesinos en el hospital provincial–. Estoy satisfecho. Hay que acabar con estos canallas. Le disparé un solo tiro para no matarle y así hacerle sufrir. Entonces nos dijo: “¡Por Dios!, acabad de matarme; no me hagáis sufrir más”. Entonces le pegué otro tiro.
El cadáver de don Enrique Saiz, con la mirada rasa de los muertos, yacía destrozado en las aceras de Méndez Álvaro. Un pañuelo denunciaba su nombre marcado en rojo. Junto a él, Héctor Martín palpitaba de inminencia y de temores, representando a la muchachada dispersa de Salesianos–Atocha, convulsa de convulsiones.
¡SANTIAGO Y ABRE ESPAÑA!
Siempre pasa lo mismo. O casi siempre. Los más tiburones se comen el mejor bocado. Se lo apropian, lo asumen, lo digieren totalmente y ya nadie puede distinguir cuál es el bocado y cuál el comedor voraz.
Hubo algo extraño –cautivante, sin duda– en la vida de los salesianos en 1936.
No podían soñar una vida lejos de la vida.
Les podían golpear y les golpearon. Les podían echar abajo y lo hicieron. Les podían arrastrar y tuvieron que comer más barro que una lombriz. Pero a todos, a su manera, les envolvió un halo de felicidad pensada, un aire de ensueño, de locura de bengalas, esquiando como entre reyes y oropeles… ¿No iban a tirar al aire su moneda?
Sabino Hernández Laso, salesiano de Francos Rodríguez, encontró asilo en el domicilio de Ana Fernández Vallejo, en la calle Fuencarral, nº 10, donde compartiría domicilio con otros tres sacerdotes más.
Sabino concentró el fuego de su fe en invocaciones muy generalizadas.
– ¡Santiago y cierra España!, repetía con frecuencia.
Convertía así a este hijo del Zebedeo, un poco ambicioso por familia, pero entregado a la intimidad de Jesús, en su camino. Santiago fue el primer apóstol asesinado después del asesinato del Maestro. No mató enemigos Santiago: murió a sus manos, como le enseñó a morir su/nuestro Maestro.
– Qué mal le quieren a usted, le dijo el muchacho que le prendía.
– Don Sabino no tiene enemigos, despejó doña Ana.
– Sí, sí. Uno de la terracita de enfrente, señora.
Claro que Sabino Hernández habría podido tener otras vidas. Habría podido. De verdad, que andaba ahora en la basura y el escarnio, la trampa y la bofetada. Pero tenía una especie de agradecimiento interior, una reconciliación de fondo que, a lo mejor, sólo podía llamarse vocación.
No eran los incontrolados y descaminados unos angelitos, por eso, Sabino, en lugar de esgrimir contra ellos el caballo blanco de Santiago y su celestial jinete, agachaba la cabeza para entregarla al verdugo. Era amar la vida en estado puro y dramático.
¡Sabino y abre España! Una esbelta forma de vida, luchando por sobrevivir. Y como él, otros salesianos salmantinos recriados en Madrid: Justo Juanes, Nicolás de la Torre, Germán Martín, Manuel Martín, Félix González, Pascual Castro, Heliodoro Ramos, Florencio Rodríguez, Agustín Carabias, Gil Delgado, Manuel García, Sebastián Hernández, luchando por sobrevivir.
Salmantinos salesianos. Salamanca, ciudad renacentista y de plata vieja, condenada en sus hijos a la muerte, en Madrid.
Sabino y otros trece salesianos se obstinaban en vivir, en moverse y en arrastrarse, casi, casi, como moscas aplastadas. Envueltos en trapos y banderolas caían por nuestras cunetas a la luz rasante y tristísima de la guerra.
DÍAS DE MEDIO HOMBRES
Días de ser medio hombre fueron los días de la guerra incivil.
Días de ser medios hombres, partidos verticalmente por la mitad. Una mitad, la derecha, se movía, huía, rezaba, esperaba, se probaba trajes de paisano, estrenaba alcobas, escribía fácil minutas y cartas de recomendación, leía periódicos, escuchaba la radio, pisaba rápido con el zapato, furtivo y grácil.
La otra mitad, la izquierda, palpitaba de fe y testimonio, tenía corazonadas y convulsiones, vivía de rumores y miedos, aguantaba imprevistos y sobresaltos, que la dejaban atrás, en relación con la otra mitad. Días de estar medio bien, medio mal y muy muy mal.
De pronto, a estos medio hombres les salía una mitad convulsa de epilepsia. La epilepsia del terror, de la amenaza, de la intimidación, del acuchillamiento.
– ¿Les dispararían al corazón o a la cabeza?
– ¿Quedaría presentable ante quién, para quién?
– Tal vez le fusilarían al borde de la fosa, como a su tío.
– ¿Y si no le fusilasen?
– ¡Qué ridícula necesidad constante de hacerse de vientre!
Golpearon a la puerta. Dios, Dios, cuántas puertas.
Las puertas retumbaron en el vacío como un gran tambor metálico.
Fueron saliendo: Mateo Garrulera, Emilio Arce, Victoriano Fernández, Francisco José Martín, Anastasio Garzón, Ramón Eirin, Salvador Fernández, Pío Conde, José Villanova, Esteban Cobo, Francisco Edreira, Valentín Gil, Carmelo Pérez, Teódulo González, Virgilio Edreira, Pablo García, Juan Codera y Tomás Gil.
El miedo había barrido sus cabezas, que ahora estaban desiertas, detenidas ante la imagen de aquellos diez fusiles que buscaban sus ojos.
– ¿Verdugos? Si algunos eran chiquillos…
– ¡Qué distinto era todo de cómo lo habían imaginado en el seminario!
– ¿Mártir? ¿Apaleado, ahorcado, quemado?
– ¡Diez, ochenta siglos perfeccionándose en matar!
Un muro de risas y aguardiente les seguía.
Sintieron la vaharada sucia de su respiración, golpeándoles el rostro.
– ¿Les atamos las manos?
– ¿Les tapamos los ojos?
– Llévate a éste; que a la muerte de un cura hay que sacarle jugo. Mañana acabaremos.
Una ráfaga de disparos acabó con el grupo.
La carne reventada a la altura de los muslos dejaba rostros presentables de algunos. Otros, en cambio, mostraban una boca monstruosamente alargada por la sangre o boquetes misteriosos y terribles en la frente. También en la muerte, días de medio hombres.
KILÓMETRO 52 DE LA CARRETERA DE MADRID
A don Andrés Jiménez le habían ordenado atravesar la cuneta.
– ¡Hola! ¿Tú aquí? ¿No me conoces?
– Pues, no, respondía. No recuerdo.
– Pues, yo a ti sí. Tú eres el cura que decía misa en…
Toda una letanía de rostros lo acosaba.
A don Andrés comenzó a gritarle en el pecho como una campana enloquecida. Casi no le dejaba respirar. Entonces, ¿era posible?, pensó. ¿Serían capaces?
Se apretó entonces contra los cuerpos de sus alumnos, como había hecho de chico en Huelva contra su madre o como debían de apretarse los náufragos a la viga que les va a salvar. Y apretó muy fuerte los ojos, porque quería que el sueño se realizara. Y entonces el mundo entero desaparecía. Y era como si Dios mismo empezara a existir.
– Trae ese crucifijo.
– Por Dios, ¿qué vais a hacer con nosotros?
– Tíralo al suelo.
– Por Dios, ¿qué decís?
– Tíralo. Písalo y te perdonamos la vida.
Andrés Jiménez se frotó los ojos, se lamió los labios.
Besó una y otra vez el crucifijo. Cruzó la carretera y avanzó en dirección hacia el río Henares. Sonó una descarga de fusilería.
Su corazón golpeaba en el pecho, como si quisiera salirse de él. ¿O quizás eran sólo sus manos intentando retener el crucifijo? Posiblemente don Andrés sintió que la sangre huía de su cabeza y que su cuerpo resbalaba hasta el suelo. Sí, estaba chapoteando en su sangre, hundiéndose ya en ella. Quiso agarrarse al crucifijo para no ahogarse, pero sus manos ya no le respondían.
Uno de los descamisados se adelantó hacia la víctima y movió el cuerpo con el pie. Después se retiró unos pasos y, por tiro de gracia, le vació el cargador de su pistola.
Las estrellas hicieron compañía al cadáver de don Andrés, en las anchas tierras de barbecho, en que iban a convertirse varias noches.
Lo mismo que a Juan Larragueta, Luis Martínez, Esteban Vázquez, José María Celaya, Luis Soto, David Martín, Severo Vide, Vicente Rodríguez, Miguel Septién, Dionisio Ullívarri, Andrés Gómez, Antonio Cid.
Qué confusión ésta de ser hombres.
Empotrados en improvisados ataúdes, como mordidos por dentelladas de tiburón, yacían 47 salesianos de la provincia salesiana de Madrid
¿Dónde, dónde estuvo Dios? ¿Dónde se metió Dios cuando sus salesianos lo necesitaban?
Aquellos 47 cadáveres se acababan de convertir en el mejor tesoro de los salesianos.
SÓLO LA VERDAD OS HARÁ LIBRES
– Los moros, los moros, mamá.
– Los moros de la escolta de Franco, pasando a caballo.
– ¿Adónde van, mamá?
– Camino de Capitanía.
Todos los días, a las ocho de la mañana, todos, blancos, blancos, del turbante a las botas y con capas blancas, en caballos negros, eran ya láminas gloriosas y cotidianas de nuestros barrios de Madrid de posguerra.
– Hoy van de visita de confianza, se les nota.
Era la voz de la pescadera, aquella cigüeña friolenta, virgen y con bigotes.
Los chicos mayores de Salesianos–Atocha condenaban, implacables, su mal genio con silbidos.
La vida seguía en nuestros populares barrios, tras aquella guerra incivil, que dijo Unamuno, en que bajó fuego del cielo para castigar errores y torpezas de todos, porque la vida sigue siempre.
Salesianos–Atocha, Salesianos–Estrecho, Salesianos–Carabanchel, Salesianos–El Paseo, a pesar de todo, no eran los mismos. Habían perdido fuerzas y discípulos. Los talleres y las clases, desde la calle, se veían negros de hollín e insidia. El fuego y las armas habían estofado de fealdad y negrura hasta las caritas de los chicos.
En el silencio del Archivo de la catedral de Valencia encontré una deliciosa carta del que fuera director del colegio de la Ronda, Olaechea al obispo Modrego de Barcelona en 1945.
– Querido Gregorio: Gracias, muchas gracias, por tus saludos y atenciones. Sé por unos sacerdotes amigos tuyos, pero también amigos míos que haces gracietas sobre mi persona. Mira, yo no soy nacionalista vasco ni socialista ni falangista. Yo soy SUPERLISTA. “Sólo la verdad os hará libres” (Jn 8,32). Todas esas denominaciones son propias de los que usan chaqueta; tú y yo usamos sotana. Bien por las ocurrencias, pero bien no les hace. Mis mejores deseos. Tuyo amigo, Marcelino, obispo de Pamplona.
La gubia de los ebanistas y el rasrasras de los tranvías habían vuelto a sonar, más o menos acompasados, por las entristecidas calles de Bravo Murillo o Francos Rodríguez, de Ronda de Atocha o Embajadores, sin curar todavía de sus quemaduras.
La posguerra transcurría en rumores.
Los timbrazos nocturnos sonaban extraños en la estrechez de las empinadas escaleras de madera mal fregadas y barandillas sin encerar.
Olaechea Loizaga, flamante obispo de Pamplona, consideraba ahora su propio palacio a la luz de tanto crimen.
– Dios, Dios, que sigue desapareciendo mucha gente.
Aquello parecía que era una reanudación, o más bien que el tiempo se empalmaba al tiempo.
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