Nunca he veraneado en el mar Mediterráneo, pero me gustaría proponerlo como un símbolo del verano vivido con una mirada cristiana.
Contemplar el Mediterráneo es contemplar dos mil años de historia. Imaginar y recordar a san Pablo, el apóstol, viajando por las costas de la actual Turquía, Grecia e Italia para anunciar el evangelio, fundar comunidades y acompañarlas. Todo esto acompañado de naufragios, persecuciones y también encuentros con buena gente acogedora.
Las mismas aguas que bañaron por el sur, durante la Edad Media, las costas de pueblos musulmanes, bañaban por el norte a los pueblos que profesaban la religión cristiana. El Mediterráneo se convirtió así en un espejo en el que se reflejaban barcos en batallas por controlar rutas comerciales, ampliar imperios, y, en nombre de Dios, convertir y humillar al enemigo. Pero también testigo de lo que ocurrió en la ciudad portuaria de Dumyat en el delta del río Nilo: el encuentro amistoso y sereno entre san Francisco de Asís y el sultán egipcio Al-Malik Al Kamil. Ejemplo de diálogo y escucha, de apertura a mundos diferentes y rechazo de la violencia.
Antes y ahora
Actualmente, el Mediterráneo nos ofrece la imagen trágica de personas que huyen y buscan una vida de oportunidades en Europa y que se juega la vida. Personas que experimentan que el Mediterráneo ya no es un mar que une pueblos, sino que divide países y recursos. Una vía de escape, pero también un escenario triste y duro, que mostró junto a las costas de la isla de Lampedusa la tragedia de un naufragio que golpeó nuestras conciencias hace ya casi diez años. Hoy una cruz elaborada con madera de una de las barcas del naufragio espera la oración de quien sienta que esas personas, las que murieron aquellos días y siguen haciéndolo hoy, son hermanas y hermanos suyos.
Las olas de este mar acarician playas de familias descansando, riendo, compartiendo días de vacaciones. Días que nos recuerdan que no estamos hechos para producir, trabajar y acumular dinero. Este mar, en su belleza, nos propone momentos de contemplación y serenidad. Nos recuerda que viajar por él hacia otras costas es una oportunidad de abrirse a otras culturas, lenguas, experiencias y personas.
Bañarse en el mar Mediterráneo o contemplarlo es hacer memoria de que un día el evangelio navegó sobre sus olas y bajo sus tormentas, llegó a todas sus costas y ahora quiere teñir sus aguas de tolerancia, de diversidad, de solidaridad, de comunión y respeto, y de gente como tú y como yo que se comprometan a recordar en sus oraciones a quienes sufren, aunque estemos dándonos crema sobre nuestra toalla.
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