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¡Ay, señor Vicente de Paul!
A los treinta y poco años, el señor Vicente de Paul se convierte:
Descubre a los pobres.
No a los pobres a quienes echar una mano
y quedarse luego en la gloria de la buena mano,
de la buena conciencia. No. No.
Descubre “el misterio de los pobres”, el misterio de Jesús en los pobres,
la calidad de la pobreza.
En una palabra: el espíritu de Jesús.
Y empieza ya, de forma imparable, tenaz, bondadosa,
consecuente, organizativa, realista,
el camino de la santidad en serio.
Todo esto dicho así, parece sencillo.
¿Quieres vivir o quieres morir? Se pregunta con extrema gravedad.
Sorprendido, Vicente de Paul abre mucho los ojos.
Siente que la pregunta exige una respuesta y se queda pensando.
Al cabo de un minuto, dice:
– Quiero vivir.
Con una simple pregunta cambia su destino,
había cambiado su destino,
no solo porque él había decidido vivir, sino también porque también,
por fin tenía un objetivo: vivir entre los pobres.
Sería pobre. Observando y escuchando a la gente con atención.
Sería gente. Sondeando su cuerpo y su alma.
Pondría el dedo en la llaga y salvaría seres humanos.
La rapidez de su diagnóstico sorprendería.
Todo esto vivido por Vicente no fue fácil.
Y habría que señalar la muy francesa ambigüedad
en que se movió siempre
tratando con señores bien y con señoras mejor,
de la mejor sociedad para inculcarles su mismo amor
a los pobres, pero sin remover demasiado eso que hoy se llaman
estructuras pomposamente.
“¡Ay, señor Vicente, cuántas almas se pierden”!, le decía
la señora de Gondí, su “ama”, la familia a cuyo servicio estuvo.
La misma señora que tenía fincas mil en servicio
de aparcería y de feudo,
en cuyas tierras se morían de inanición corporal y espiritual,
habiendo como había capellanías y capellanías fundadas,
pagadas y mal servidas sin que nadie pareciera ocuparse
del desaguisado.
Para muchos, Vicente de Paul, es el buen viejo de nariz ganchuda
y carnosa, mentón pronunciado, ojos tiernamente irónicos, ojielos
de vejete bondadoso y un poco pillo, un santo cura francés
que revolucionó la caridad en la Iglesia.
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El caos
Don Ramón Gómez de la Serna,
tan sinceramente instintivo y progresista, escribía:
“En los hilos del teléfono quedan, cuando llueve,
unas lágrimas que ponen tristes los telegramas”.
Marcado por esa greguería,
aprovechando al garbí de posguerra
traigo de la mano
a Sor Dolores Novoa, la hija de San Vicente de Paul,
fascinante gallega,
hija de abogado del Estado,
inteligente y culta,
talentuda y fina,
elegante y exquisita,
precisa y preciocista,
hija natural de posguerra,
que llegaba al colegio Divino Salvador de Vejer
para desalojar la rutina
promover la inquietud
interpretar “la escuela”,
soltar “el caos”, aunque no lo parezca.
El caos, amigo Antonio, es, antes que nada,
una rara forma de anticipación.
Lo tengo más que comprobado en algunos momentos de mi vida.
Y de ahí extraigo conclusiones que proyecto a todo lo demás.
Eso es todo. Pero ¡caramba! La de cosas que tienen que pasar
y la de sensibilidad que hay que derrochar para ello.
Leer todos los días en alto ante toda la clase.
“Alto, despacio, con sentido, reteniendo lo leído”.
Hacer todos los días dictado y corregirlo entre todos.
Tabla de gimnasia diaria, sin prisa y sin pausa:.
“Un remate, y a la posición”.
Debatir sobre la Prehistoria y la Historia de España
un día sí y otro también… y del mundo.
Trazar cien veces palotes, mil… hasta aclarar el pulso
con plumas adecuadas.
Dar cobertura a la Historia Sagrada a través del texto
de San Juan Bosco.
Arraigar en la democracia con la convivencia, la solidaridad
sin ir por ahí obsequiando a gente a la que se le hincha
la vena del cuello y en momentos de exaltación
arengas de fusilamiento en un visible estado
de erección idiomática.
Estos eran los asuntos graves y diarios de mi tercera de primaria
en Salesianos Ciudad Real (1960-1963).
Por delicadas y rompedoras, también perseguidas,
pues en ellas está la señal de que el teatro se viene abajo,
que el naufragio se avecina.
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El asunto
El ancho de vía de la dictadura tenía lo necesario
para sumar años, sin tener nada que aclarar.
Había ganado la guerra
y en cualquier momento podía sorprender por la espalda
arrasando.
Parecía que no, pero sí: era un buen momento para activar
la estufa amplia de Sor Dolores Novoa.
Desprendía confianza y sabía de qué iba el asunto.
Pizarra y pizarrín.
Caligrafía con plumilla “La Corona”:
Letra americana comercial,
letra redondilla,
letra gótica… y tintero, incrustado en el pupitre,
relleno en su momento,
que podía convertirse en arma arrojadiza,
en cualquier situación de apuro.
Aula espaciosa, con ventanas al norte,
gran pizarra que separa de la otra clase:
Muro omnipresente
roca postiza y exclusiva, capaz de caerse por la ladera
de la clase y estar muy cerca de llevárselo todo por delante.
Enciclopedia perfecta. Control a rajatabla:
Gramática, Historia, Ciencias, Geografía,
Aritmética –sumar, restar, multiplicar, dividir hasta por cuatro cifras
¿quién sabe hacerlo hoy?–
El libro de Lecturas:
Cien figuras españolas: recorrido por lo más señero de la historia
de España, personaje a personaje.
El libro de España: la vuelta a España de dos hermanos en coche
desde Fuenterrabía hasta el cabo de Gata. La mayor de las aventuras,
que no alcanza nadie a imaginar.
Todo, todo, adobado con villancicos, cantados desesperadamente
y a voz en grito, por Navidad,
cuando Sor Dolores descubría a un niño resplandeciente
para besarle el pie de yeso o de pasta en clase,
mientras las otras monjas y el párroco lo ocultaban
al obispo
para evitar cismas domésticos.
Ah, y sin olvidar la subida del precio de la luz
con Lucifer, recién caído del cielo por soberbio:
“a quién come Dios”,
porque no había luz eléctrica ni agua corriente.
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Milagro
Vamos, que hablar sobre Sor Dolores Novoa
es una canción sobre “la escuela”.
Había una pedagogía de lo sobrenatural nada peligrosa.
Si estábamos bien era porque sabíamos lo que costaba vivir
arriesgando.
Todo parecía dirigido a que se consumiera el prodigio
de la lectura de Don Quijote en alto y “cara al público”.
El glorioso hidalgo luchaba a brazo partido y espada en ristre
contra unos pellejos de aceite:
– “Tente ladrón, malandrín, follón, que aquí te tengo,
y no te ha de valer tu cimitarra…”.
Reíamos a mandíbula batiente con la Hija de la Caridad
–más recia y afable, más dura y eficaz, más educada y exquisita–
mientras llevábamos una existencia a media luz.
Quiero decir: más hacia dentro que hacia fuera.
A eso no le diría milagro, sino conciencia.
Y cuando se aplica suele dar resultados.
El problema de la conciencia es que exige una enorme dosis
de ingenuidad.
Y no conviene echar a volar entusiasmos prematuros
cuando el presente tenía tantas chaladuras
a destiempo.
Amigo Antonio, en posguerra, y también en Vejer,
nos movíamos entre muertos y heridos bajo los efectos
del rencor ideológico, que seguía ardiendo en todas direcciones.
Con aliviar la bancarrota humana, social y económica
ya teníamos algo que celebrar, bajo la mirada benévola
de la Virgen de la Oliva.
Pero no llamemos milagro aún a lo que sólo era camino,
buen camino.
La euforia es gasolina del milagro,
pero no necesariamente te pone a salvo.
Los años “cuarenta” prometían viejos sonidos
de una nueva artillería.
Saltando del hambre a la enfermedad,
Vejer no tenía límites. También era una población
cruel, como sucede con los espacios
donde conviven más de tres personas.
Aquí eran unos cuantos miles, echen cuentas.
Lo que hasta ahora no había escuchado
es la palabra milagro.
Milagro aplicado a Vejer y al aula de Sor Dolores.
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