Estos días de verano son tan largos como la sombra del ciprés. Yo tengo uno en mi jardín, ya casi rebasa el tejado. Los pájaros hacen nidos dentro y al entrar y salir de sus casitas hacen caer los frutos del árbol y tenemos que recogerlos. A cambio de la tarea oímos cantar a los mirlos cuando amanece y al atardecer. Es un regalo que intento que mis hijos valoren y agradezcan.
El mayor está trabajando fuera de España, unos meses, y es ahora cuando recuerda con más cariño nuestra casa, las tareas, el “ruido” que hacían los pájaros, la sombra del ciprés… Al abandonar el nido experimenta el poder de su vuelo, lo lejos que puede llegar solo, la sensación de libertad, pero a ratos desea volver a la seguridad dentro del ciprés, a la facilidad de recibir alimento y cobijo. Rodeado de jóvenes como él, y de muchos niños, siente a veces una inmensa nostalgia de voces atávicas, de cantos cercanos y sabor de hogar. El sol es el mismo, pero no la luz; las estrellas que contempla le parecen más lejanas y los bosques escenarios de otros cuentos.
—Hijo, ¿cómo estás?
—Ayer tuve un día complicado, pero en lo que me pasó comprendí muchas cosas. Tuve una conversación muy difícil con unos padres y entendí qué duro es para una madre sobrellevar los problemas de sus hijos. Creo que lo resolví bien, pero las lágrimas de aquella mujer me conmovieron.
—Los hijos duelen, es ley de vida y solo haber sufrido nos prepara para ayudar a otros que caminan por esa senda.
—Yo veía en ella lo que te pasaba a ti con nuestros problemas.
—Entiendo, y empatizaste.
—Sí, muchísimo. Gracias.
—¿Por qué?
—Porque sé todo lo que has sufrido por mí y ahora me doy cuenta.
Siempre he pensado que de las dificultades nacen milagros, de esos que apenas percibimos, pero que si observas puedes descubrir. Creo que mi hijo ha presenciado uno, y sentada en el banco del jardín, a la sombra del ciprés, escuché a los pájaros convencida de que su canto universal volvía a conectarme con mi hijo y con su propia naturaleza.
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