Los días del verano son agobiantes para los relojes de sol. En cuanto sentimos los primeros rayos del astro solar, comenzamos a reflejar la fina sombra del estilete sobre nuestro cuerpo geométricamente rayado. La sombra debe recorrer con precisión quince grados de circunferencia cada hora. Ni uno más ni uno menos.
Desde mi nacimiento me hallo sobre un muro del patio interior del seminario de Chieri. Todavía recuerdo aquel último día de octubre. Los reverentes saludos de los seminaristas, que regresaban tras los largos meses de vacaciones estivales, resonaban a mis pies. Sus moderadas expresiones hacían juego con el color negro de sus sotanas: el seminario de Chieri siempre procuró formar sacerdotes con una espiritualidad sostenida sobre la sobriedad y el desprecio al bullicio alegre de las gentes sencillas.
El comportamiento de dos seminaristas llamó mi atención. Debían ser nuevos, a juzgar por sus expresiones llenas de vida. Hablaban animadamente, avanzaban a grandes zancadas, gesticulaban y reían… No iba con ellos la rigidez marcada en los rostros de sus compañeros veteranos.
De pronto se detuvieron ante mí. Alzaron la vista y me contemplaron. Uno de ellos, llamado Juan Bosco, leyó en voz alta la frase latina rotulada a mis pies: “Afflictis lentae, céleres gaudentibus horae”. En seguida tradujo: “Las horas transcurren lentas para los tristes; rápidas para los alegres”. Y concluyó: “Estemos siempre alegres y así pasará pronto el tiempo”. Acto seguido las risas de los dos amigos crecieron hasta que varios seminaristas mayores les instaron al silencio.
Durante los seis años siguientes, no transcurrió un solo día sin que los dos jóvenes me dirigieran una mirada cómplice. Yo asumí el compromiso de recordarles la importancia de sembrar los senderos de la existencia con semillas de alegría.
Marqué mis mejores horas cuando supe que aquel joven seminarista, ya sacerdote, trabajaba incansablemente por devolver sonrisas y afectos a los chicos pobres a quienes una vida amarga les había arrebatado todo. Cuando me dijeron que le llamaban “el santo de la alegría”, mis latidos se aceleraron.
Han pasado muchos años. El tiempo hizo estragos en mí, pero me restauraron y sigo en pie. De tanto en tanto me visitan grupos de personas que dicen ser las herederas de aquel seminarista. Pocas se fijan en mí y casi nadie entiende mi inscripción. ¡Cuánto me gustaría gritarles el mensaje de alegría que día a día mostré a Juan Bosco!
Nota: 30 octubre 1835. Don Bosco ingresa en el Seminario de Chieri. Junto con su amigo Guillermo Garigliano descubre bajo el reloj de sol una inscripción que invita a la alegría. (Memorias del Oratorio. Década Segunda. Nº 2). El reloj restaurado se conserva actualmente.
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