Semanas antes del día señalado, Juan Bosco comenzó a tejer expresiones y dar forma a mi cuerpo de sermón: cuidado lenguaje, abundantes citas de la Escritura y acertadas aplicaciones morales. A medida crecía mi cuerpo sobre las hojas de papel, aumentaba mi orgullo de sermón. Narraba las glorias de la Virgen María con inmejorable estilo.
Yo me sentía orgulloso de que me hubiera tocado en suerte el joven seminarista Juan Bosco. Su facilidad de palabra atraía a la multitud. La afluencia de fieles a la iglesia parroquial de Alfiano estaba garantizada. Una iglesia repleta de fieles siempre es un halago para los sermones.
Cinceló mi cuerpo con palabras precisas. Orfebre de la palabra, engarzó varias expresiones latinas que brillaban entre mis párrafos como las perlas de un collar. Preparó una modulación de voz distinta para cada párrafo. Vocalizó y repitió las expresiones difíciles… Me sentí como un gran templo de palabras levantado en honor a la Virgen del Rosario.
Llegó el día de la fiesta. Todos musitaban palabras de elogio hacia el nuevo seminarista. Mi cuerpo de papel iba cuidadosamente plegado en el interior del bolsillo de su sotana limpia y recién planchada.
Entró en la sacristía. Se revistió con un alba blanca cuajada de puntillas y encajes. Salió al altar. El párroco comenzó la misa. Tras la lectura del evangelio, el joven seminarista subió al púlpito. La iglesia rebosaba de parroquianos.
La voz de Juan Bosco se alzó potente. Todos los ojos estaban fijos en él. Puso emoción ensayada en algunos pasajes. Arrastró la voz para imitar al fiel cristiano que suplicaba a la Madre del cielo. Sonrió. Concluyó con la anécdota de un buen hombre que se encomendó a María durante una tempestad. Finalizó. Descendió del púlpito. Media hora después, la bendición del sacerdote puso fin a la celebración.
Algunos fieles se apresuraron a entrar en la sacristía para felicitar a Juan Bosco. Un caballero y varias damas le dieron la enhorabuena por mí con tan grandes elogios que mis mejillas de sermón se ruborizaron.
El caballero, esbozando una sonrisa amplia, y dando unas amables palmadas a la espalda de Juan Bosco, enfatizó. “¡Nunca había escuchado hablar con tanta devoción y profundidad de las benditas almas del purgatorio!”.
El párroco no pudo menos que echarse a reír. Juan Bosco sintió perplejidad y vergüenza. Pero aprendió la lección.
Si algún día pasas por el museo de las cosas de Don Bosco, encontrarás un papel amarillento en una urna de cristal. Me cabe del dudoso honor de haber sido el último sermón difícil y culto de cuantos escribiera Don Bosco. Desde aquel día se esforzó por hablar popularmente, popularmente… Y así lo hizo hasta el final de sus días.
Nota: Juan Bosco, joven seminarista, inicia su andadura como predicador. Sus homilías están cuidadas y bien preparadas, aunque cultas en exceso. Tras un sermón pronunciado en Alfiano, el párroco le hará ver que debe predicar “popularmente, popularmente, popularmente” (Memorias del Oratorio. Década 2ª, nº 4).
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