El síndrome de Felipe y el de Andrea

7 julio 2025

Todo comienza cuando, ante la “gran” multitud hambrienta, Jesús invita a los discípulos a asumir la responsabilidad de darles de comer.

Los detalles a los que me refiero son, en primer lugar, cuando Felipe dice que no es posible asumir esta petición debido a la cantidad de gente presente. Andrés, en cambio, aunque señala que “hay aquí un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos peces”, inmediatamente infravalora esa posibilidad con un simple comentario: “Pero, ¿qué es esto para tanta gente?” (v.9).

Simplemente quiero compartir con vosotros, queridos lectores, cómo nosotros los cristianos, que estamos llamados a compartir la alegría de nuestra fe, podemos a veces, sin saberlo, contagiarnos por el síndrome de Felipe o del de Andrés. ¡A veces incluso de ambos!

En la vida de la Iglesia, como también en la vida de la Congregación y de la Familia Salesiana, los desafíos no faltan ni faltarán jamás. La nuestra no es una llamada a formar un grupo de personas donde se busca simplemente estar bien, sin molestar ni ser molestados. No es una experiencia hecha de certezas prefabricadas. Formar parte del cuerpo de Cristo no debe distraernos ni apartarnos de la realidad del mundo, tal y como es. Al contrario, nos impulsa a implicarnos plenamente en los acontecimientos de la historia humana. Eso significa, ante todo, mirar la realidad no sólo con ojos humanos, sino también, y sobre todo, con los ojos de Jesús. Estamos invitados a responder guiados por el amor que encuentra su fuente en el corazón de Jesús, es decir, a vivir para los demás como Jesús nos enseña y nos muestra.

El síndrome de Felipe

El síndrome de Felipe es sutil y, por eso mismo, también muy peligroso. El análisis que hace Felipe es justo y correcto. Su respuesta a la invitación de Jesús no es equivocada. Su razonamiento sigue una lógica humana muy lineal y sin defectos. Veía la realidad con sus propios ojos humanos, con una mente racional y, en definitiva, no viable. Ante esta manera “razonada” de proceder, el hambriento deja de interpelarme, el problema es suyo, no mío.

Para ser más precisos a la luz de lo que vivimos cada día: el refugiado podría haberse quedado en su casa, no debe molestarme; el pobre y el enfermo que se las arreglen solos, no es asunto mío formar parte de su problema, y mucho menos encontrarles la solución. He aquí el síndrome de Felipe. Es un seguidor de Jesús, pero su manera de ver e interpretar la realidad sigue siendo estática, no se deja desafiar, y está a años luz de la de su Maestro.

El síndrome de Andrés

Le sigue el síndrome de Andrés. No digo que sea peor que el síndrome de Felipe, pero le falta poco para ser más trágico. Es un síndrome fino y cínico: ve alguna posibilidad, pero no va más allá. Hay una pequeñísima esperanza, pero humanamente no es viable. Entonces se acaba descalificando tanto el don como al donante. Y el donante, al que en este caso le toca la “mala suerte”, es un muchacho que simplemente está dispuesto a compartir lo que tiene.

Dos síndromes que aún hoy están entre nosotros, en la Iglesia y también entre nosotros, pastores y educadores. Apagar una pequeña esperanza es más fácil que dejar espacio a la sorpresa de Dios, una sorpresa que puede hacer florecer incluso una mínima esperanza. Dejarse condicionar por clichés dominantes para no explorar oportunidades que desafían lecturas e interpretaciones reduccionistas es una tentación permanente. Si no estamos atentos, nos convertimos en profetas y ejecutores de nuestra propia ruina. Al permanecer encerrados en una lógica humana, “académicamente” refinada e “intelectualmente” calificada, el espacio para una lectura evangélica se vuelve cada vez más limitado, hasta desaparecer.

Cuando esta lógica humana y horizontal se ve cuestionada, uno de los signos de defensa que aparece es el del “ridículo”. Quien osa desafiar la lógica humana porque deja entrar el aire fresco del Evangelio será ridiculizado, atacado, objeto de burla. Cuando esto ocurre, curiosamente podemos decir que estamos ante un camino profético. Las aguas se agitan.

Jesús y los dos síndromes

Jesús supera los dos síndromes “tomando” los panes considerados pocos y, por tanto, irrelevantes. Jesús abre la puerta a ese espacio profético y de fe que se nos pide habitar. Ante la multitud no podemos conformarnos con hacer lecturas e interpretaciones autorreferenciales. Seguir a Jesús implica ir más allá del razonamiento humano. Estamos llamados a mirar los desafíos con sus ojos. Cuando Jesús nos llama, no nos pide soluciones, sino la entrega de todo nuestro ser, con lo que somos y lo que tenemos. Sin embargo, el riesgo es que, ante su llamada, permanezcamos inmóviles, y por tanto esclavos, de nuestro pensamiento y avaros con lo que creemos poseer.

Sólo en la generosidad fundada en el abandono a su Palabra logramos recoger la abundancia del obrar providente de Jesús. “Entonces los recogieron y llenaron doce canastos con los pedazos de los cinco panes de cebada que sobraron a los que habían comido” (v.13): el pequeño don del muchacho da un fruto sorprendente sólo porque los dos síndromes no tuvieron la última palabra.

El papa Benedicto comenta así este gesto del muchacho: “En la escena de la multiplicación, también se señala la presencia de un muchacho que, ante la dificultad de alimentar a tanta gente, pone en común lo poco que tiene: cinco panes y dos peces. El milagro no se produce de la nada, sino a partir de una primera y modesta compartición de lo que un sencillo muchacho tenía consigo. Jesús no nos pide lo que no tenemos, sino que nos muestra que, si cada uno ofrece lo poco que tiene, puede cumplirse siempre de nuevo el milagro: Dios es capaz de multiplicar nuestro pequeño gesto de amor y hacernos partícipes de su don” (Ángelus, 29 de julio de 2012).

Ante los desafíos pastorales que tenemos, ante tanta sed y hambre de espiritualidad que expresan los jóvenes, procuremos no tener miedo, no quedarnos aferrados a nuestras cosas, a nuestras formas de pensar. Ofrezcamos a Él lo poco que tenemos, confiémonos a la luz de su Palabra y que esta, y sólo esta, sea el criterio permanente de nuestras decisiones y la luz que guíe nuestras acciones.

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