Nací en el mes de diciembre. Mis ojos se abrieron a la luz cuando el viento helado de los Alpes se deslizaba por las calles de Turín. Las gentes se preparaban para celebrar una nueva Navidad.
Yo creía que los villancicos nacemos sobre un piano y que nuestro cuerpo se abre paso por entre las líneas de un pentagrama. Pero no. Aquel cura joven hizo aparecer mi letra sobre un pobre papel amarillento, utilizando como apoyo la barandilla de la iglesia de San Francisco. Temí haber nacido deforme: allí estaba mi letra, pero no había rastro de mi melodía. Cuando Juan Bosco, que así se llamaba el sacerdote, comenzó canturrear, me tranquilicé. Mis notas se hallaban escritas en su mente.
Enseguida imaginé mi vida adulta: un nutrido coro de voces graves entonaría mi dulce melodía. Las notas del acompañamiento, brotadas del órgano, llenarían todos los rincones del templo. Los fieles vibrarían de emoción. Yo sería el latido de su Navidad.
Al día siguiente todos mis sueños se derrumbaron. ¡Qué desengaño! En lugar del magnífico coro de voces graves, media docena de chavales maltrataban mis notas siguiendo las pacientes indicaciones de Don Bosco. Ensayaban paseando entre la Calle Doragrossa y la Plaza de Milán. La gente miraba extrañada a aquel sacerdote que, entre risas y bromas, repetía una y otra vez mi estribillo: “Entonad con voz de júbilo / gratos cánticos de amor / que ha nacido un tierno Niño / vuestro Dios y Salvador”.
Llegó la fiesta de Navidad. Cuando yo había perdido toda ilusión, ocurrió algo inesperado. Aquellos chicos, tras haber cepillado cuidadosamente sus raídas chaquetas y, apretando entre las manos sus gorras de obrero, intentaban calmar sus nervios en el coro de La Consolata; una importante basílica de Turín. Don Bosco estaba sentado al órgano. Tras la comunión miró a los chicos, les sonrió con complicidad, presionó el teclado… y creció una majestuosa sinfonía de sonidos. A continuación los muchachos comenzaron a dar vida a mi melodía. Cerré los ojos temiéndome lo peor. Pero su canto se alzó claro y afinado. Vocalizaban cada sílaba y matizaban cada expresión.
Muchos fieles, sorprendidos, giraron la cabeza y miraron hacia el coro. Cuando descubrí en algunos ojos el brillo de una lágrima, comprendí que, gracias a aquellos chavales, yo me estaba convirtiendo en algo más que un villancico. Ellos me habían transformado en el latido de aquella Navidad.
Nota: Navidad de 1842. El Oratorio se halla todavía en germen. Don Bosco compone un sencillo villancico para un pequeño grupo de chicos obreros, a los que ayuda y con los que se reúne. Lo cantarán con éxito en la Iglesia de La Consolata y en Los Dominicos. (Memorias Biográficas. Tomo II, 107-108).
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