Sin embargo, podemos descubrir en la rutina aspectos positivos que pueden ir asociados a la calidad de vida y al desarrollo personal. Algo tendrá la rutina cuando esta palabra la hemos visto “compitiendo” en los recientes juegos olímpicos de París, en la modalidad de gimnasia, por ejemplo. Las rutinas pueden hacer ganar medallas de oro a los atletas.
Del mismo modo que hablamos del colesterol bueno y el colesterol malo, podríamos referirnos a la rutina como la mala rutina y la buena rutina; de la primera ya nos hemos hecho una imagen más o menos cabal; pero de la segunda, me temo que nos falta un poco de reflexión y de perspectiva.
“Debo reconocer que la rutina tiene su encanto. Todo organizado, predecible, con baremos conocidos de lo que se espera de ti y lo que esperas de los demás. Completa las tareas y mañana repite”, así lo afirma Alf, un conocido bloguista informático en su newsletter FAQMAC. Y creo que no le falta razón.
Para muchos, en especial en el mundo juvenil, es algo aceptado el vivir enfocado en el “carpe diem”, “Vive el ahora” aprovechando al máximo el día a día en beneficio de un ego bien alimentado. Pero resulta que “perseguir siempre y solo emociones, experiencias fuertes o vivencias que dejen una huella imborrable es convertir la vida en una persecución incesante de momentos únicos y especiales”, como afirma José María Rodríguez Olaizola en su obra “Bailando con el tiempo”.
Es cierto que necesitamos momentos diferentes, romper ciertas regularidades para refrescar la mente y darle energía al corazón. Las recientes vacaciones de verano -para quien haya podido gozar de ellas- son una buena prueba. Nadie niega el valor de viajar y conocer nuevos paisajes y gentes diferentes, de no ir prisionero del reloj y de la agenda, de dedicar a la lectura o a la charla amena ese tiempo que en el día a día del curso resulta más difícil de encontrar. Bienvenidas la fiestas, las efemérides, los tiempos fuertes, también en la liturgia de la Iglesia, como la Cuaresma o la Pascua, pero hemos de respetar el presente, asumiendo la parte de rutina, de cotidianidad y de hábito que hay en toda vida. (Olaizola, J. M.: o.c.)
Un reciente anuncio de telefonía proponía llevar al límite el “carpe diem” porque no era suficiente con disfrutar el momento; aprovechar cada instante como si fuera el último… viajar a los confines del mundo, aprender cinco idiomas, probar todos los manjares que en cada rincón se esconden porque “tu vida es ahora”. ¿Pero es esto respetar el presente?
Hay rutinas saludables, algunas tan sencillas como cepillarse los dientes o pasarse el hilo dental, como beber un vaso de agua al levantarse o hacer la cama, son buenos hábitos y estos se afianzan por repetición y perseverancia, a veces requerirán incluso cierta ascesis, pero sus beneficios son patentes.
Laurie Santos, doctora en Psicología en la universidad de Yale, subrayaba en una reciente entrevista publicada en La Vanguardia, la necesidad de comportamientos o rutinas que pueden hacernos más felices y ponía ejemplos: relacionarse con otros, enfocarse más en la felicidad de otros que en la nuestra propia, comer de forma saludable y coherente, escribir con regularidad lo agradecidos que estamos por lo que tenemos e intentar estar más presente en el espacio que ocupamos, como, por ejemplo, a través de la meditación.
Unas rutinas saludables asumidas conscientemente nos ayudan a vivir el día a día con mayor calado humano, sin sucumbir a un carrusel de emociones sin fin imposibles de mantener en el tiempo. Las buenas rutinas, como el colesterol bueno, nos disponen el corazón y la mente para vivir de forma más plenamente humana, percibiendo la belleza oculta incluso en los días grises de una semana cualquiera.
En esto, como en todo, la verdad es dialéctica: el tiempo del eterno retorno se basa en la repetición incesante de los mismos gestos. Esto es lo que permitió la pervivencia de sociedades antiguas. Pero lo rutinario y repetitivo, llega a ser angustioso. Pero la cultura de la eterna novedad en la que vivimos encierra el riesgo de tirar por la borda lo que otros consiguieron, porque el éxito de una cultura es saber conservar lo valioso, y, al mismo tiempo, tener el valor de innovar, cambiando formas de proceder y estructuras cuando son mejorables. Pero sin rutinas y repeticiones, no habría cultura, y deberíamos inventarnos cada día. Las rutinas nos ayudan a sobrevivir, y proporcionan ahorro cognitivo. Si tuviéramos que aprender todo cada día, desperdiciaríamos el conocimiento nuestro y el de las generaciones pasadas. Al final, lo que vivimos es la síntesis de la fidelidad a los orígenes, asumiéndolos como una herencia valiosa, y, con todo ello, vivir el presente, proyectándonos al futuro. Eso es la vida humana.