
Irune López
Cuando se habla de los jóvenes en nuestro país, se suelen escuchar cosas como “no hay manera de echarles de casa”, “son los que más tarde se emancipan de Europa”, etc. etc. Pero yo miro a mi alrededor y lo que veo es a mis hijos, sus amigos, nuestros animadores y alumnos mayores… Chicas y chicos llenos de deseos, de ganas de comerse el mundo, de construir sus propias vidas… y veo también cómo las estructuras sociales que deberían sostenerles parecen más bien laberintos donde lo más fácil es perderse.
Veo que estudian. Muchos encadenando formaciones y másteres y prácticas y, con algo de suerte, encuentran un trabajo… Hacen lo que se supone que “toca”. Pero, cuando el alquiler de una habitación -ni siquiera un piso- cuesta más de medio sueldo, comprar es un horizonte lejano, casi mítico y las propuestas públicas son tan escasas o lentas… Cuando una chica de 27 años te cuenta que está compartiendo piso con cuatro personas desconocidas o un chico de 30, que ha tenido que volver a casa porque no le llega con su sueldo… La independencia ha dejado de ser un paso natural. Se ha convertido en un lujo.
Sin acceso a una vivienda, el resto del proyecto vital se queda en pausa. Sin un espacio propio ¿se pueden tomar decisiones, organizarse o simplemente sentir que de verdad empiezas una nueva etapa?
Y si a esto le sumamos la precariedad laboral: contratos temporales, cortos, incertidumbre, salarios bajos…
Lo preocupante es que empezamos a normalizar esta situación, como si fuera algo propio “de esta generación”… ¿lo es? Y, mientras tanto, les seguimos diciendo que “busquen su sitio”, que “se esfuercen” o ¡lo mejor! que lo “visualicen”, que eso es que “no lo sueñan bastante”.
No podemos mirar esta situación como un “problema individual”.
Nuestro ser salesiano nos invita a mirarles con cariño, sí, pero también con lucidez. Los jóvenes no están “instalados en la adolescencia eterna”. Buscan seguir adelante. Siguen formándose, reinventándose, buscando alternativas… esperando a que la sociedad les dé la oportunidad de ocupar el lugar que les pertenece.
La dignidad del empleo, esa que Don Bosco defendía para los muchachos de Valdocco, hoy también necesita ser protegida con mirada crítica y compromiso colectivo, con oportunidades que no dependan sólo del aguante personal.
La juventud no es un tiempo para sobrevivir: es un tiempo para crecer. Y madurar requiere autonomía y un techo; una vida que poder conducir.
Y ese es nuestro desafío: escucharles, sostenerles y reclamar entornos donde puedan trabajar con dignidad, vivir con dignidad; en definitiva, construir su vida sin obstáculos innecesarios.














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