Encontrando oro en Ciudad Real

De andar y pensar   |   Paco de Coro

8 octubre 2020

“Piensa el sentimiento –decía Unamuno–, siente el pensamiento”. Siempre, siempre, el pensador bilbaíno asomado a las puertas del misterio para vislumbrar lo desconocido.

En algún momento la memoria abre la escotilla equivocada.

Gente clavada a mis venas y ronca de vida.

Aquella tarde/noche de noviembre de 1961 llego al Hospicio de San Francisco de Ciudad Real. Es la primera vez que llamo a la puerta de un Hospicio. Y ya quiero ver todos. Quedo electrizado delante de la fachada de la Casa-Cuna y Maternidad. Buena construcción, murmuro, buena construcción. Contundente edificio, murmuro, contundente edificio. Buena madera, murmuro, buena madera. Para mí no hay arquitectura comparable a la naval. La nuestra, me digo a mí mismo entusiasmado, debería ser como un barco (varado en el puerto, pero en salida). Desde muy pequeño hacía barcos de papel y los enviaba con cuidado, hasta con mimo, por el cauce del Manzanares… hasta el mar. Sólo que en cualquier remolino de mala muerte eran engullidos por el agua.

“¿Sentimiento puro?” Quien en ello crea –prosigue Unamuno–, de la fuente del sentir nunca ha llegado a la vida y honda vena”.

Al final las experiencias personales son las que van identificando los desengaños y las esperanzas.

Vuelvo a llamar a la puerta con la mano entera.

Esa mano vacía me incorpora el misterio. La ilusión de que hay algo al otro lado de la puerta.

Y me miro la mano. La palma de la mano.

Claro que hay algo.

Las manos de tres, seis chiquillos y las de la Hija de la Caridad que me reciben.

– ¡Salesianos! ¡Alesianos! ¡Que llegan los Alesianos!

Voces, gritos, aplausos.

– San Francisco siempre ha sido tierra de asilo –dice la Sor, con la voz animada de quien disfruta una vida.

¿Por qué dijo aquello ha Hija de San Vicente de Paúl?

Le pregunto al aire. Le pregunto a las acacias. Le pregunto a una trinidad de gorriones colgados de unos cables. Le pregunto a mi conciencia.

Observo. Observaría durante mis tres años de “maestrillo” en La Mancha.

Casa-Cuna y Maternidad no estaba estructurada para morir, sino para nacer y vivir. En mis oídos comienza a retumbar como un latido sordo, un fragor marino (¿será un nuevo barco? Es cierto, una nueva andadura), el sonido de los remolinos de la sangre en mi cabeza. No es para nada desagradable: es excitante, Javier. Jamás me había sentido tan excitado como en esos momentos.

Casa-Cuna y Maternidad.

Sor Marcelina cuántas casas tuvo que oír. Cuántas tuvo que aguantar. Cuánto lloró en los quirófanos. Cuánto cantó en las cunitas. Resistiendo el ultimátum del corazón: vivir, sólo por vivir, Sor, o me saco los ojos; por éstas, Sor, los ojos. La mano herida, con callos de tanto apretar y no cejar.

Y no cejar, aunque aullase como un lobo. Y no parar.

Y musitar mil palabras hacia adentro y sentir el murmullo de su deshablar. ¡Mira que no habrá hablado sola en su vida Sor Marcelina!

Limpiaba todos los miedos. Velaba todos los sueños.

Cantaba a todas las vidas. Colgaba de los cuellos todas las medallitas de La Milagrosa.

Aquella tarde sobre el umbral de “San Francisco” pensé el sentimiento de fundar, a mi manera, mi vida en Ciudad Real y sentí el pensamiento de que para mí la tierra deseada, la tierra incógnita estaba al otro lado de la puerta de la Casa-Cuna y Maternidad.

Cada brizna de aire era una apuesta.

Cada niño me explica el contenido de su nombre.

Son rostros nerviosillos e inestables, propensos a emociones.

– ¿Y tú, cómo te llamas? – ¿Y tú? – ¿Y tú? – ¿Y tú?

-Yo, el Donoso, y soy de Puertollano.

– Yo, Jesús, pero me llaman “el Madrileño”.

– Yo, Antonio, pero me llaman “el Visi”.

– Yo, José María, pero me llaman “Criminal”.

En mis oídos vibra el zumbido del mundo, el ruido del entrechocar de los milenios. Se queda ahí de pie, en medio del aire fulgurante, en el oro rojo de un sol casi acabado. Todo está bien, todo es apropiado, el lento girar del atardecer en La Mancha. “Criminal”. Me quedo con su nombre: José María.

Amigo Javier, todo se hacía sustancial, eterno, necesario. Todo parecía estar cargado de existencia. Como si por unos instantes hubiera atinado a ver el oculto diseño de las cosas, de los niños, de los garzones, de sus madres, de Sor Marcelina. Y pensé: este momento pasará, y pasarán los días y los años, y un día moriré. Pero yo sabía que ese recuerdo me iba a acompañar hasta el fin de mi vida. Que cuando mis días se acaben –en ello estoy– añoraría esos momentos. Como ciertamente ha sucedido y te estoy contando.

Cabeceo sin fuerzas apenas, abrumado por la invasión de tantas manos, pero más por la invasión de la memoria, con los ojos clavados en mi maleta de cartón piedra, la misma que llevé al seminario en 1951, y además todas las células de mi cuerpo, recordando ese pasado ajeno tan cercano: los destinos de los compañeros (- Yo voy al bachillerato de Salamanca; yo al de Santander; yo al de Orense; yo a Arévalo, soy personal de formación, ¿sabes? ¡cuánta gilipollas!, la presencia de mi padre Román en la estación de Ferrocarril de Delicias, enfrente de la casa de los Espinosa, calle Bustamante 7. Y, para despedirme (“Hijo, tu padre resistió el vacío en la guerra. Soy un anticuerpo contra el Vacío. Me gusta donde te envían. Empiezo a creer en tu vocación. Sé digno del oro que te acaban de entregar), el sofoco prolongado de la tarde en un vagón de tercera, el olor a tierra quemada de los rastrojos perpendiculares a las vías y las oleadas de carbonilla desde la máquina para anidar en las pestanas de los ojos y en la comisura de los labios.

No era capaz de limpiar tanta sorpresa y me fui abriendo paso.

¿Limpiar la sorpresa?

Se lo pregunté a Sor Marcelina y se lo pregunté al aire. De nuevo. Al fin y al cabo, estábamos allí ya, en Ciudad Real, por culpa de la sorpresa. Se trata de una temporada fuera de Madrid, en tierra apartada, después de la muerte de mi madre. Tenía que velar por los chicos del Hospicio como “un anticuerpo contra el Vacío”, había dicho mi padre.

Y pensé: que tengo veinte años, que en abril cumplo veintiuno y termino Magisterio y que me tengo que tallar para la mili y quizá ya nunca vuelva a ser tan feliz como soy ahora. El mundo se ha detenido aquí en Casa-Cuna y Maternidad y los objetos están impregnados de vida. Tan sólidos, tan pesados, tan íntimos, tan míos. La misma respiración parecía haberse quedado en suspenso. Tuve admiración. Me intimidé por dentro ante tantos niños y muchachos, porque la infancia y la adolescencia son la mezcla de lo hermoso y de lo complicado. Y de emociones que colonizan el espacio del cerebro hasta darle un sentido.

– “¡Empiezo a creer en tu vocación, hijo! ¡Se digno del oro que te acaban de entregar!”.

Vino a recibirme Don Benigno Castejón Blázquez.

Clima emocional hondo.

Empiezo a serenarme. Voy perdiendo la clarividencia del momento y retorna mi simple humanidad y observación. Recordamos el encuentro de Don Bosco con Bartolomé Garelli, el 8 de diciembre de 1841, a modo de Buenas Noches y rezamos un Avemaría como punto de partida. La fiereza caldea mi cuerpo con más eficacia que el tazón de leche humeante, ofrecido por Sor Marcelina. Ahora iba a empezar para mí lo importante: ante mí se extendía la Casa-Cuna y Maternidad, que no estaba estructurada para morir, sino para nacer, crecer, vivir. Como mi escuela, como mi adulta escuela primaria.

Los rayos de sol de la pared dejaron en ese momento de ser la esencia del sol para ser simples rayos, y en las arrugas de las sábanas del Hospicio de San Francisco ya no cabía para mí el mundo. Y pensé: cada vez que recuerde Ciudad Real procuraré recordar que hubo una tarde/noche en la que fui capaz de detener el tiempo.

Abrumado, en fin, por la invasión de la memoria, ya con el correr del tiempo, percibí el estallido de la plenitud de Benigno Castejón Blázquez e inscribí su nombre y su biografía en el Diccionario Biográfico Español de la Real Academia de la Historia.

“Piensa el sentimiento, –poetizaba Unamuno– siente el pensamiento”. Cuando alguien le insinuaba a Rubén Darío que los versos unamunianos eran muy “pesados”, contestaba: “También el hierro y el oro lo son”. Como la tozuda realidad del Hospicio de San Francisco de Ciudad Real: “Oro, oro puro, a gloria de San Vicente de Paul, hasta 1961 y a gloria de San Juan Bosco a partir de 1962. Amén”.

2 Comentarios

  1. Luis Ángel de Miguel Calvo.

    Emocionante, Paco! Una joya de experiencias que llegan y llenan el corazón……
    Me he emocionado recordando mis años de seminarista en Carabanchel donde compartimos Fe y Vida…
    Un fuerte abrazo, amigo!

    Responder

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