Es un asunto que todos hemos vivido en primera persona alguna vez: da la impresión de que los malos y retorcidos ganan muchas más partidas que quienes van de frente y sin cartas marcadas. Y aunque no hay estadísticas que aclaren la cuestión, sí parece que la pillería es un atajo fácil para conseguir lo que alguien se propone.
Siempre se ha dicho que la serpiente lleva en su condición el instinto de morder. ¿Podríamos decir que el ser humano por el mero hecho de serlo tiene la condición de ayudar al prójimo? ¿Entonces cómo explicar tanto dolor y sufrimiento gratuitos?
Todos hemos experimentado alguna vez la maldad de manera más o menos consciente, bien como víctimas o verdugos. Asistimos a envidias y rivalidades dentro de la propia casa, a dardos envenenados de quienes tenían la obligación de defenderte y protegerte, a palitos en la ruedas y zancadillas inesperadas.
La realidad es que la escala de grises es lo habitual en la vida cotidiana y que ni lo blanco es tan blanco ni lo negro tan oscuro. En cada ser humano hay debilidad, pero también existe un lado predispuesto a la bondad y a hacer el bien.
El Apocalipsis ya revela metafóricamente que es una pregunta difícil de responder. Y todos los filósofos han dedicado una gran parte de su pensamiento a discernir el sentido de la eterna lucha entre el bien y el mal.
Pero la intención de estas líneas no es disertar teóricamente sobre un tema que necesitaría ríos de tinta para esbozar al menos el debate.
Más bien pretendo afirmar, como Rousseau, que el hombre es bueno por naturaleza pero que actúa mal, forzado por la sociedad que le corrompe.
Por esta razón, adopta un comportamiento social: la cortesía, la retórica, la técnica de las apariencias, los filtros, y la educación nos sirven para disimular temores, odios y traiciones y tantas otras malas yerbas que anidan en todo corazón humano. Además, nos advierte el filósofo que hay dos factores sociales que lo complican todo: la riqueza y el poder. Cuando el dinero hace acto de presencia, ya sabemos que tenemos que lidiar con tormentas. Cada uno podría contar sus propias historias de herencias, dineros prestados, estafas y otros monstruos difíciles de imaginar.
Decía Picasso que le gustaría vivir como un hombre pobre con mucho dinero. Sufrió en sus propias carnes la enorme dificultad de gestionar su millonario legado.
Por otra parte, el poder, ese perfume embriagador que envenena hasta el alma y lleva a arruinar vidas propias y ajenas, a destrozar conciencias y a convertir nuestra palabra en humo. Hay varitas, cargos, medallas y despachos – buscados, deseados o encontrados – que han sido la muerte en vida de muchas personas.
Creyentes o no creyentes siempre buscamos el bien ser y el bien estar de quienes nos rodean, en especial de aquellos que consideramos de los nuestros.
A fin de cuentas, somos mucho más que seres con un nivel más alto de complejidad evolutiva. Y si en la ecuación dejamos que Dios haga su trabajo – algo que es perfectamente lícito y razonable – podemos empezar a entender que ser bueno es la mejor elección posible.
Quizás, en esencia, la maldad es la distorsión del bien en muchísimas ocasiones, debido al error, las confusiones, el complejo mundo de las emociones y sentimientos, los fundamentalismos, los prejuicios, la simple vanidad y orgullo o tantos problemas de la mente que acechan, sobre todo en este tiempo post pandémico.
Quiero creer que siempre trae a cuenta hacer el bien. Quiero apostar por la bondad, sin fisuras. Y quiero ser fiel a mi condición de discípulo de Jesús y su propuesta difícilmente interpretable del amor y del perdón como guías en nuestra vida.
Si el fin de la existencia humana es servir y amar, no estamos lejos de entender lo que significa ser buena persona.
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