“La esperanza es la fe que se convierte en confianza y crea profecía”. Escuché esta expresión de labios de Amadeo Cencini, cuando se dirigía a la asamblea capitular de los salesianos para ayudarnos en el discernimiento para la elección del nuevo Rector Mayor y de los miembros del Consejo General.
Invitar a la esperanza puede convertirse en un mensaje hueco e incluso hiriente, cuando no surge de una empatía que permita conocer y sensibilizarse con el sufrimiento, la desorientación o el miedo de la otra persona. Por eso, quiero deciros que las ideas de este texto las escribí cuando mi padre estaba en el hospital luchando por respirar con una neumonía bilateral por el COVID y que el retoque que he realizado para mi colaboración en el Boletín Salesiano, lo he hecho tras su muerte, que contemplo como un misterio y un signo de que la fuerza de Dios es más grande que el mal que en ocasiones nos golpea.
Bien sabemos que la fe nace de un encuentro con el Resucitado. Esa es la experiencia que permite a los creyentes superar miedos, dudas y dificultades. Así lo vivieron los primeros discípulos y así nos lo narraron en esas páginas del evangelio en las que Jesús transmite alegría, perdón y vida a sus seguidores, ya sea cuando estaban con las puertas cerradas por miedo a los judíos, cuando volvieron a faenar desencantados en el mar de Galilea o cuando caminaban hacia Emaús abatidos por las promesas frustradas.
Presente en nuestras vidas
La esperanza de la que hemos hablado durante este año jubilar pisa tierra y mira de frente a las situaciones de conflicto, a las enfermedades y a cualquiera de las fragilidades en las que se contextualiza nuestra vida. La esperanza nos dice que estas situaciones pueden ser transformadas si creemos en ese encuentro con Jesús que genera confianza y crea profecía.
Nuestra esperanza requiere una mística sencilla, auténtica y profunda. Es decir, una capacidad de descubrir, sentir y amar a Dios en las cosas cotidianas. Entre esos pucheros de los que hablaba Santa Teresa o con esa unión con Dios que caracterizaba la ajetreada vida de Don Bosco, del cual se decía que parecía que veía al invisible. A ninguno de los dos les faltaron aventuras, andanzas y dificultades en la vida, pero si no perdieron la esperanza es porque Dios era para ambos, un compañero permanente de camino.
Perseverar en la esperanza requiere también de una ascética, es decir, de un empeño personal, de un esfuerzo, de un sacrificio para echar raíces profundas y no vivir en función del estado de ánimo o de la satisfacción más o menos inmediata por el trabajo que se realiza. La ascesis salesiana se manifiesta en el trabajo bien hecho, en no dejarse abatir por las dificultades, en el dominio de sí que ayuda a mantenerse serenos.
La alegría es el fruto de la esperanza y la manifestación de esta profecía. Mi deseo es que cada vez haya más personas que profundizan en sus vidas desde estas claves. La esperanza no nos defrauda porque Dios sigue estando a nuestro lado y el mal no prevalecerá. Ojalá cada uno, desde las situaciones que vivimos, seamos capaces de darlo a conocer.
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