
Mayca Crespo
Últimamente me preocupa vivir en una era en la que el tiempo, el silencio y hasta la capacidad de sentir con claridad se han vuelto bienes escasos. Atrapados en la vorágine de la inmediatez, nos encontramos a menudo anestesiados por el movimiento automático del dedo en una pantalla. Pero, cuidado, no es momento de cerrar los ojos: es tiempo de estar atentos, de buscar información veraz, de contrastar y ser responsables a la hora de compartirla. Y para ello necesitamos soltar el acelerador y parar.
La calma no siempre se encuentra, muchas veces hay que construirla. Y construirla pasa por apagar el ruido externo, por practicar pausas conscientes y volver a lo esencial: respirar, sentir, pensar y elegir con intención; porque solo desde ahí podemos acompañar mejor, educar mejor, vivir mejor. Pero no todo es interior. También debemos mirar afuera.
En un mundo tan crispado, con niveles tan altos de agresividad ¿Qué sucede cuando vemos manifestaciones violentas, discursos de odio, deshumanización? ¿Qué pensaríamos si uno de esos jóvenes fuera nuestro hijo o hija? La educación no puede fallar, y mucho menos nuestra responsabilidad ciudadana. No podemos permitirnos caer en la indiferencia ni en la anestesia colectiva. Como cristianos, como educadores, como personas, tenemos el deber de ser un contrapeso. De poner voz, cuerpo y ejemplo al lado de la humanidad, el respeto y la convivencia.
La escritora y pedagoga Eva Bach lo resume bien: todas las emociones son legítimas, pero no podemos actuar de cualquier manera con lo que sentimos. La clave está en el equilibrio, en la gestión consciente, en la resiliencia. Y eso requiere autocontrol, tiempo para pensar, y espacios donde uno pueda sentir sin ruido. Por eso el silencio, las vacaciones, la lectura o simplemente desconectar del móvil no son lujos, sino necesidades vitales.
Gestionar nuestras emociones no implica reprimirlas, sino darles nombre, comprender su origen y decidir cómo canalizarlas de forma constructiva. En un mundo que nos empuja constantemente a la reacción inmediata, a responder con impulsividad, a mostrar opiniones rápidas y a veces viscerales, detenernos a reflexionar es hoy día casi un acto revolucionario o profético, en sentido bíblico. Crear espacios para escucharnos, para observar sin juicio lo que sentimos, nos ayuda no solo a cuidarnos, sino también a convivir mejor con los demás.
En ese ejercicio de autocuidado emocional también aprendemos a ser más compasivos con nosotros mismos: reconocer que podemos equivocarnos, que no siempre tenemos respuestas, y si es necesario pedir ayuda.
Ahora que el verano nos ofrece un paréntesis, quizás sea el mejor momento para reconectar con lo esencial: con nosotros mismos, con los demás y con los valores que dan sentido a lo que somos. No es solo un descanso: es una oportunidad para volver a elegir qué tipo de persona queremos ser.
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