Él inventaba preguntas.
Él inventaba respuestas, docenas de respuestas a sus preguntas, con esa voz suave, que venía siempre cargada de historias y sus palabras se alargaban India arriba India abajo, Filipinas arriba Filipinas abajo, Bilbao arriba Bilbao abajo, como si temiera dejar de hablar, porque pensara que si dejaba de hacerlo, nosotros perderíamos interés en el asunto de su mensaje y entonces nunca llegaríamos a formularle esa pregunta tan deseada: ¿Tú, Carreño? ¿Tú encontraste a Jesucristo?
Para merecer a Jesucristo, afirmaba mi madre Nieves, el cristiano debe primero respetarlo. Aunque jamás llegue a verlo. Aunque sea toda la vida un sueño inalcanzando, como casi siempre acaba por pasar.
Para merecer a Jesucristo, concluía mi abuela “Mamá Nona”, el cristiano debe primero respetar al prójimo. Aunque jamás lo llegues a comprender. Aunque sea toda la vida una quimera, una disculpa “superior”, como casi siempre acaba por pasar.
Jesucristo.
“¿Y tú, Carreño, lo has encontrado?”, soñaba yo con preguntarle alguna vez. Pero me parecía un asunto muy serio y muy íntimo, y podía ser que su Jesucristo, caso de haberlo encontrado, fuera secreto y no pudiera ser compartido. O tal vez, yo pensaba, no quisiera él hacerlo y se viera entonces guillotinada mi expansión comunicativa.
Fue quizá en 1967 cuando nos predicó Ejercicios Espirituales en Salamanca, como preparación al diaconado. Daba vueltas y más vueltas alrededor de Jesucristo “la Palabra hecha carne” (Jn 1,14). “¿Puede el hombre merecerlo? ¿Y un pecador? ¿Y un caradura? ¿Y un farsante? ¿Puede ser compartido por millones de hombres, aunque fuera a lo largo de los siglos? ¿Da felicidad su hallazgo? ¿Y si tu Jesucristo te hunde en un maremoto de persecución, tergiversación, muerte, ¿qué es de ti?”.
“Don José Luis” interrogaba al auditorio, nos interrogaba, como el alquimista al arcano de la transmutación de los metales. Sabía elegir destello, coloraciones representativas, sombras irrepetibles, y elaboraba con esos indicios tan elementales un concepto propio de la realidad. No, no, no, concepto no; un cuadro, un relato, una historia de la realidad.
Imposible imitarlo. Imposible abarcarlo. Imposible comprenderlo.
-He aquí un verdadero discípulo de Jesucristo– decía él, con notable énfasis, que le dijo en cierta ocasión un brahmán de la India.
Amigo Javier, todo seguimiento, supone una equivalencia. Es decir, más que copiar un método, el discípulo, real y verdadero, tiende a reinventarlo, a rehacerlo según unas capacidades propias, que van más allá de la mera sabiduría técnica. Ni mejor ni peor que los demás, el propio. Y por ahí se llega al discipulado en el que lo real y lo imaginario tienden a confundirse. “Soy más discípulo de Jesús que discípulo de Don Bosco”, podía decir Don Carreño en alguna ocasión en lo sorprendente que puede llegar a ser cada realidad en la diversificación del lenguaje de cada uno.
Destello, coloración y sombra propios. Que la vida, propia e intransferible, nunca se vive por delegación. Que por algo es única y propia.
En septiembre de 1997 me destinan al Instituto Histórico Salesiano de Roma. Me doy cuenta en una mañana de la importancia de tener la “cartella” de Carreño delante, encima de mi mesa de trabajo. Por fin espero sobrepasar la frágil línea roja de lo casual y lo causal. La abro con ansiedad reprimida de años.
Estoy en el lugar de los documentos que demuestran y aclaran su biografía, pienso yo. Pero los escasos expedientes y cartas me alarman. No son simple aviso caligráfico, sino una realidad que me presiona brutalmente. Y de entrada una advertencia o una conclusión, que dice algo más o menos así (cito de memoria, después de tantos años): “Al indicarle a Don Carreño si tenía papeles útiles sobre su vida no respondió…”. De donde se sigue que el mismo ponía bombas sobre su trayecto en un arrebato expresivo, sin duda aleccionador. “Videant iudices!”.
Para animar más el cotarro, “Don Cei”, posiblemente el mejor archivero que he conocido en el Archivo Salesiano Central, con artesanía histórica me señala: “ – “Habitualmente, Lei lo sa, las fuentes son escasas, concisas, oscuras… fuerce, fuerce, caro Don Franches, una suave presión sobre los hechos. – Pero qué hechos, sin documentos. – Los mismos que le han traído hasta aquí y una suave presión, Don Franchesco”.
Los violentos abandonan los hechos en el lugar de los hechos. Así lo vemos en multitud de reportajes de Hong-Kong, por ejemplo, de Sri Lanka, Myanmar, Bangladesh, Francia, España, Egipto… Vale, ya, bueno.
Miro y remiro, al menos, como punto de partida, los cuatro papeles, las cuatro cartas, los cuatro expedientes. Siempre, siempre, amigo Javier, hay un papel que delata, una simple frase, una sola palabra, un borrón, un retoque… Los hechos, sus hechos, los de Don Carreño, desde aquí, hacen inverosímil el relato. Es un hábito ya de la barbarie moderna el desentenderse de los hechos. Y así los hechos andan sueltos, como locos desquiciados, huérfanos, atolondrados, como emanaciones de nadas, o de la nada… Vuelvo a recorrer toda la “cartella”. Escudriño, releo, pienso, ato cabos, fechas, comparo con las noticias de sus libros. A la hora de dar aviso el violento no se anda con rodeos ¡zas! Una pedrada, un disparo, un arcabuzazo; o un “palabro”, una mofa, un salivazo, un mote.
Pues bien, Carreño, en medio de una carta privada solicita complicidad para un proyecto, ya en marcha, siempre en beneficio de los demás, a pie de calle, a pie de obra, con una singular potencia creadora, casi de visionario y taumaturgo. El lector decisivo escribe y concluye: “Un altro sonetto di Don Carreño”. “Archivese”. Menos mal que no escribió: Quémese. Rómpase. He ahí la frágil línea roja de lo casual y lo causal.
Es ya un lugar común evocar a José Luis Carreño en el lugar común en que suele vivir su obra misionera: unas calles, unos colegios, unas iglesias, unos trenes, unas estaciones, unos puertos, unas ventanas desde las que se contempla el espectáculo magnifico de lo cotidiano en Madrás, Goa, Manila. Él siempre interroga. Él siempre da respuestas en el telar de la vida y en las singladuras de la muerte, acompañado de su acordeón.
Da la impresión, amigo Javier, de que Carreño Etxeandía ha logrado el máximo prodigio que puede generar el discípulo de Jesús en tanto que representación hasta gráfica de la realidad: enaltecer al hombre –cristiano, budista, musulmán, hindú–, dotarle de una recóndita propensión a ir más allá de lo que su condición determina. O sea.
Tus “sonetos”, amigo Carreño, invocados por alguno con resentimiento ¡bah!, andan por ahí, vagando, ya globalizados, en las andas del afecto y reconocimiento, de más de 3000 salesianos en la India, 1000 en Filipinas, cientos de colegios, parroquias talleres, dispensarios, orfanatos, escuelas profesionales y agrícolas, a la búsqueda de un relato justo y agradecido, ejerciendo esa “suave presión sobre los hechos”, en el cauce del sistema preventivo de Don Bosco, campeón, que serás siempre un campeón “porque supiste regar el palo seco”.
Tus “sonetos”, amigo Carreño, traídos por alguno con envidia ¡bah! No te olvides que los envidiosos y los tontos vienen del mismo sitio (Santa Teresa), dicen hacia fuera lo que sustancialmente dicen hacia dentro: Jesucristo es el alfa y omega de tu vida, el principio y fin de cada hombre, el alba y el ocaso de toda civilización. Tu historia tan real ha acabado siendo prodigiosa. Tus hechos acosados por los vacilantes imperativos de la perfección, algo tan ajeno a lo humano, se instalaron en ese redondo y rotundo lenguaje del gran Don Viganó a una realidad excesiva: una especie de “cultura viral” y real donde la técnica convencional quedaba integrada en la técnica de la audacia.
Y ahora, amigo Javier, te traigo la biografía terminada y académicamente correcta para el Diccionario Biográfico Español que ofrecí en su momento, pese al plantón que en tres ocasiones me dio en la Clínica de San José de Pamplona en 1985, de las Franciscanas del Buen Consejo, donde acudí para grabarle, acompañado de Ricardo Arias. Yo, en su lugar, hubiera hecho lo mismo.
Ilustre Carreño. Gracias por aproximarnos a su inclita personalidad
Uno de los salesianos que más bien me ha hecho por su trayectoria pastoral y por el ejemplo comunitario en mis años jóvenes en la calle Alcalá, de Madrid. Podría contar más de una anécdota, auténticas florecillas de santidad, mitad salesianas, mitad franciscanas, que me hicieron crecer como persona y como auténtico cristiano. La experiencia vivida con él me marcó para toda la vida.
Yo lo conocí de referencia en 1947 porque pasó por Valencia y se llevó al seminario salesiano a Jaime Vives, amigo de mi hermano mayor. Cuando en 1965 fui ordenado sacerdote en Barcelona vino a mi primera misa en el Tibidabo ese Jaime Vives, ya sacerdote, misionero salesiano en la India con Monseñor Carreño, que volvió a España muy enfermo. En Martí Codolar lo tratamos personalmente con la misma admiración que siempre inspiró a todos los que lo conocimos. Todos sabíamos cantar desde niños aquellas caanciones que él se inventaba poniendo letra a melodías populares, muchas de ells italianas, como aquella de «Ha vendio de Madrás, ocirí, ocairá»…o aquella otra de «Tener un hijo misioner fue siempre, madre, tu ilusión»…Cuando yo era alumno en Valencia en 1955-56 pasó promocionando un librito que nos presentó nuestro director y amigo D. Faustino Díaz, el confidente entonces del Arzobispo de Valencia, D. Marcelino Olaechea y Loizaga. D. José Luis tenÍA UN CORAZÓN INMENSO, COMO LAS ARENAS DEL MAR, como aquel otro genio que también conocimos y tratamos en Martí-Codolar, D. Rodolfo Fierro Torres, D. Antonio Javierre, Monseñor Nevares, argentino, padre conciliar que pasó por allí en 1963, creo.