Querido Javier:
Las cosas empiezan siendo unas y terminan siendo otras. Creo que fue el 6 de febrero de 2007 cuando Fernando Ruiz Grande publicó un artículo en el Guadalajara 2000, como brindis a Don Bosco, en el que tuvo el acierto de hacer explotar una bomba de afectos, con delicadeza de amigo. Pienso que el cielo de La Alcarria enloquece de lucidez a sus hijos, que suelen usar Madrid como trampolín para ser maestros de toda gracia, elegancia, talento, dignidad, sabiduría, majestad. Pienso en Buero, Layna, Serrano Sanz, Fermín Santos, Creus y Manso, Durón, José de Sigüenza, Jiménez Díaz, Maino o Benito Hernando.
Nunca hay unanimidad sobre la vida y la obra de alguien. Así de limitados somos. Erasmo, por ejemplo, rezaba a Sócrates como a un santo. Joseph Pla lo detestaba por rematadamente feo. El hecho es que Sócrates se quedó con el personal porque pensaba hablando y hablaba pensando. O sea. Que nadie cae bien a todos y que en esta «Ciudad Terrena» de apuñalamientos y veneno –el más pernicioso, el de la palabra– cada uno tiene que representar su papel, único e irrepetible, pese a quien pese y pese «a la fortuna, el poder y el tiempo» (Zorrilla).
Yo pensé agradecerle a Fernando el detalle con otro brindis, quizá con motivo de su graduación como doctor, y escribí un folio que, leído a unos cuantos amigos, me confirmó en la idea de estirarlo en un corto ensayo. Jamás me he dado importancia alguna como para sentir la tentación de contar a otros la historia de mi vida. Han tenido que pasar últimamente algunas cosas –acontecimientos, pruebas y la repentina enfermedad–, para que yo encontrara el valor suficiente como para concebir estas páginas en las que mi propio «yo» pueda parecer el centro. Nada más lejos de mi intención que colocarme en primer término; aunque, a decir verdad, lo pudiera parecer, el tema de mi narración no es sino el de toda una generación de alcarreños, la mía, la que estuvo en la UCI de la Clínica Moncloa y la que ha estado a lo largo del año siguiente y que ha cargado, junto a los salesianos, con el peso de mi destino.
En el breve lapso de tiempo de unas semanas, en las que se sucedieron infartos y arritmias, se produjeron más cambios y mutaciones radicales en mi vida que en mis 66 años anteriores. La enfermedad me quiso arrebatar la casa y la existencia y con dramática vehemencia me arrojó al vacío, del que me sacaron las manos expertas de los doctores Mesa, Chao, Razzo, Segura, Kuiperdal, Paylos, Ferrero, Gómez Tello, Vaquero, Trescasas, Torrejón, Luque, Ruiz; las de los salesianos –mi familia antigua y nueva, mezclada y singular–; y las de los alcarreños –diversa, pero conectada a las anteriores–, contrapuesta, atrevida y hermanada con el apetito del afecto y la fe, lo sólido, lo ordenado, lo querido, lo sentido. De ahí el titulo del ensayo Guadalajara sentida. Esa sociedad que sabe pasear la elegancia de lo sobrio, el gusto de lo tradicional, la arquitectura de lo artesanal todavía. Algo así como una tribu cerrada y suprema, que me quiso admitir en su casa.
Nací en 1941, en una España tensa y autárquica –la España de la posguerra–, pero no se molesten demasiado en buscarla, porque ha sido borrada sin dejar rastro. Me crié en Madrid, ciudad centenaria y capital del país, de donde salí para el seminario de los salesianos en busca de eso que llamamos hoy la excelencia, y es que las personas normales necesitamos materia para elevarnos. Desde que me empezó a salir barba hasta que me he cubierto de canas, en ese breve lapso de tiempo, de 60 y pocos años, se han producido más cambios y mutaciones radicales en el país y en el mundo que en ocho o diez generaciones.
Mi «Hoy» de 2007 difiere tanto de cada uno de mis «Ayer» –mis aciertos y mis caídas–, que a veces me da la impresión de no haber vivido una sola sino varias existencias y, todas ellas, del todo diferentes. Hasta tal punto que a menudo me sucede lo siguiente: cuando pronuncio de una tirada «mi vida», maquinalmente me pregunto: ¿cuál de ellas?
¿La de la posguerra? ¿La de estudiante en Salamanca o Roma? ¿La de educador, la de escritor? Otras veces me sorprendo a mí mismo diciendo «mi casa», para descubrir enseguida que no sé a cuál de ellas me refiero: si a las de Madrid de mi padre o las de mi madre en Granada. O digo «nuestra casa» y me estremezco al pensar que mis familiares apenas me consideran como uno de ellos. Ni en Madrid ni en Granada me quedan ligazones orgánicas ciertas, pues por mi vida han galopado algunos de los corceles amarillentos del Apocalipsis, la represión y el hambre, las epidemias y la emigración y la muerte, la muerte.
Sin embargo, yo mismo no puedo dejar de maravillarme de la abundancia y variedad de cosas que he ido acumulando en el breve lapso de mi existencia (existencia, sin duda, de lo más desarraigada y amenazada), sobre todo cuando la comparo con la forma de vida de amigos, conocidos y salesianos. Contra estas cosas y otras, seguí mi viaje por el tiempo hacia mí mismo y fui dejando una estela de «Coros» que se apuntarán tan solo en las páginas que siguen.
Tengo un cierto lío político en la cabeza. Pasé de un integrismo, inofensivo y romántico, de seminarios casi ochocentistas, a otras cosas, no sé muy bien qué, y mezclé mis estudios carlistas o liberales, masónicos o judíos, republicanos o monárquicos, americanistas o ilustrados, con rincones de estudio y lecturas insustituibles en Azkoitia o Sigüenza, Aldatz o Córdoba, Rentería o Guadalajara, Aretxabaleta o Toledo, de los que luego saldrían racimos de amigos, con nombre y apellidos, de los que este librito quiere ser un ejemplo. Y no solo, sino una carta de agradecimiento a quienes tanto me quisieron en momentos tan feos de mi vida.
Dijo Goethe que un hombre es lo que recuerda. Yo no soy más que mi gran herencia. Yo vine a amonedar en sencilla prosa mi pequeña herencia de sentimientos temporales y personales, universales y alcarreños –objeto directo del trabajo– con otros no menos intensos, espontáneos y fuertes, en los que intentaré ahondar en otra ocasión, si puedo. No guardo de mi pasado más que lo que llevo detrás de la frente. Así pues, ahora, todo lo demás me resulta inaccesible o, incluso, perdido. Después de estos infartos he aprendido, de golpe, a no llorar cosas perdidas. Además, yo no considero a nuestra memoria como algo que retiene una cosa porque sí, por casualidad, y pierde otra por azar, sino como una fuerza que ordena y dirige a sabiendas y excluye con juicio. Sí son todos lo que están, pero no están todos lo que son. Todo lo que olvida un hombre de su propia vida, en realidad ya había estado condenado al olvido por un instinto interior. Así pues, solo aquello que yo quiero conservar tiene derecho a ser conservado por otros. ¡Que hablen entonces los recuerdos tal y como yo los reflejo, en torno a la UCI de la Clínica Moncloa, con desorden ordenado! Allá, al otro lado del muro de la vida, nadie sabe con qué despojos de mi realidad me encontraré.
Guadalajara, 30 de septiembre de 2007
Para adquirir el libro, en la web de NIPACE: https://www.fundacionnipace.org/
Teléfono: 949 25 41 40
0 comentarios