Soy uno de los sacerdotes que atiende a los ingresados por Covid en un hospital de campaña que se creado para hacer frente a la pandemia. Mi jornada aquí arranca a las diez de la mañana en una pequeña sala de oración que se habilitado en lo que antes debía ser un almacén o un despacho. Dentro hay unas sillas y un pequeño altar con una cruz, una Biblia, unas flores y un sagrario. Aquí vienen a rezar varios sanitarios y muchos enfermos… Además. desde aquí, también atiendo mis clases online de religión en el Instituto.
Cada mañana los capellanes elaboramos un listado con los pacientes que nos necesitan. Recogemos peticiones de los sanitarios y de las familias de los enfermos. Nos entregan una cuadrícula donde aparece el nombre de cada paciente, el número de su cama, su estado de salud y varias observaciones. Margarita es muy creyente, Carmen está algo asustada, Emilio es hablador y muy agradecido. Uno quiere rezar, la otra necesita un rosario y a la primera hay que llevarle un escapulario… Te digo que la primera vez que entré aquí estaba cagado, pero cagado de verdad… La gente cree que no, pero vienes con mucho miedo y mucho respeto. Yo no lo evito. Creo que el miedo es necesario. Si no tienes miedo, haces tonterías y aquí no se puede hacer ninguna tontería.
En cuestiones de duelo nunca vi nada igual. Hay mucha incertidumbre y un gran sufrimiento y ante eso, muchas veces, no sabes cómo ayudar. Sin duda, lo más importante es estar, el silencio; basta con que te sientan a su lado. Cuando tú te mueres, dejas de sufrir, pero el que queda aquí… El coronavirus ha provocado muchas falsas despedidas, es durísimo. Entiendo que para mucha gente es difícil ver a Dios aquí, pero yo nunca lo he visto más claro. El Dios en quien creo, no castiga, ni permite esto, porque yo de ese Dios me borraría. Yo no vine aquí a buscar a Dios, sino a encontrarme con él. Está aquí.
Un poco antes de la seis de la tarde, entramos en el hospital justo por una zona que se ha habilitado para que los enfermos terminales se despidan de sus familiares, vestidos con un pijama blanco de sanitario, encima las batas de protección, guantes, calzas, máscaras, una pantalla y, en el pecho, una pegatina con una cruz… Ya no estoy tan nervioso como el primer día. Hasta te acabas olvidando de que son enfermos. En la puerta la suerte ya está echada y tiras para adelante… Y lo mejor de esto es el cariño. Algunos me huyen con la mirada, porque me asocian a la muerte, pero la mayoría me sonríe. Me cuentan su vida, me hablan de su sufrimiento y yo les escucho, les pregunto, les acompaño e intento hacerles sonreír…
Claro que he llorado aquí dentro, aunque no soy muy llorón. Me emociona escuchar a estas personas terriblemente solas en estos momentos, los más decisivos de su vida. Yo creo que saldremos de esto siendo mejores personas, porque la gente es buena. Muchos se van a replantear su vida, algunos se abrirán y otros se cerrarán más, pero espero que esto nos haga más empáticos… No me atrevo a pedir nada a Dios. Yo confío en él. Como mucho le pido luz y fuerzas para poder seguir ayudando.
Todos vienen sin aliento; muchos regresan cantando a la vida, algunos transforman su silencio en esperanza. En este juego de infectados, fallecidos y recuperados, que seguimos reduciendo a cifras, a números, en un mundo que nació de una caricia de Dios, no podría ser de otra manera, siempre triunfa la ESPERANZA. Yo quiero ser testigo de esta resurrección.
Isidro Lozano publica a diario en Facebook sus “Historia de COVID”
0 comentarios