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Galilea
Los salesianos españoles alcanzan estos días
un ardor vibrante
en sus capítulos provinciales
–en Salamanca o Benicasim–
previos al Capítulo General en Turín-Valdocco.
“Alegraos, id a Galilea.
Decidles a los discípulos que vayan
que allí nos encontraremos”.
Id a Galilea.
Allí empezó todo.
Volved a Galilea. Allí se afinan los sentimientos,
los pensamientos, los comportamientos.
Desde allí se trazan líneas rectas con los ojos
para no perderse ni un haz de luz,
ni el rastro de una sombra.
El profeta de Nazaret es un “espécimen” fabuloso.
Si su mirada te dispara, déjate atravesar.
A todo “predicador” que haya llegado a figura
se le presupone una obcecación vocacional.
Cuando uno reclama el cetro mundial
de lo que sea
hay que estar muy seguro de que no va a hacer
el ridículo.
Jesús acaba de entrar en Jerusalén, vitoreado por los grupos
de galileos –gente del norte–,
mientras los jerosolimitanos –gente del sur– preguntan
extrañados: “¿Quién es este?”,
y los galileos responden: “Es Jesús, el profeta de Nazaret,
de Galilea”.
Jesús también sabía flotar como una mariposa
y picar como una abeja,
pero lo hacía armado de la palabra del Dios Padre
–sencilla, sabia, paciente–
sumergida con modales larvados de bomba atómica
alojada en el centro mismo de la vida.
Ahí está, amigo Javier, el diálogo norte-sur,
con Jesús en el centro, pero en medio de los galileos,
porque él mismo es galileo.
Pero el mito del Maestro no es el mito ordinario
del profeta seductor, no: estos son innumerables.
El mito único de Jesús consiste en la adaptación
de la vida soportada y común, existencial
a la eclosión de la vida pública,
sin macanas de falso santón que se traga el camello. ¡Tantos!
Nuestro Señor Jesucristo –permíteme–
no epataba por dandismo
sino por estoicismo “misericordioso” y franciscano.
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La parada
Ese diálogo norte-sur, que hoy tiene
unas connotaciones políticas tan acusadas
está, a su manera, presente ese Domingo de Ramos.
A nuestro juicio, Jesús el galileo, fue el número uno
de los profetas… y de los mesías
porque no obtuvo esa condición de la gente,
sino que Él se la impuso.
Era un antipopulista que vencía y convencía.
Un individualista irreductible
a la fama, a la ética, y a la ideología,
por no hablar de sus treinta años perdido
y sentir que en el galope de la vida pública
estaba diciendo adiós a la juventud precipitadamente.
Jesús el Galileo
representa una concepción religiosa nueva y original
frente a la tradición del templo de Jerusalén y sus moradores
tradicionales, domadores y domados, amantes de la Ley por encima de todo,
minuciosos, enemigos de novedades,
vividores de espaldas al tendido popular.
El Galileo es más espontáneo, mucho más, se le ve venir
–sano, auténtico, jatorra, dicen los vascos–
y se ha alejado un tanto del rigor legalista de los doctores del templo.
No hay más que ver como inunda Jerusalén en comitiva bulliciosa
ante el asombro de los ciudadanos de la ciudad santa
–sensatos, sesudos, campanudos hasta extremos ribonucleicos–.
Jesús va a competir con el templo
y, de momento, va a perderlo todo, todo. Hasta la vida.
Y será la epifánica muerte y muerte de cruz
la que le mantuvo a la difícil altura de sus palabras.
Pronto llegará el día glorioso de un misterioso triunfo
para siempre.
Mientras El Galileo (con los Galileos al lado) es aplastante.
Y su longitud de alcance no la pueden reducir
los doctores, los sacerdotes, los fariseos,
tomando encampanados la revancha y pidiendo equilibrio
en los símbolos, en los cantos, en los cortejos,
centrismo en la interpretación de las Escrituras,
cortesía en el recibimiento a un referente del Norte.
En esa taxidermia estudiada estaba la esencia de su rapiña,
la zarpa de sus decisiones ya tomadas.
El Galileo acumula en la mirada un cansancio
que agravan los párpados resignados.
Tiene la mandíbula superior abalanzada hacia fuera.
Le asoma media sonrisa hecha de dolor y claudicación
anticipados
y un saliente de nostalgia.
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¿Quién es este?
En realidad eran dos multitudes
–dando a este término el restringido sentido de la época–
la que venía con Jesús aclamándole
y la que estaba en Jerusalén preguntando.
Cinco días más tarde
la multitud que preguntaba y que no quiero entender
la respuesta del norte galileo,
abuchea al Maestro pidiendo la pena de muerte.
No fue un desplante
y, menos aún, un desafío.
Fue un atropello. Una provocación.
Fue un estruendo desaforado
de sentimientos constantes, tercos, acerados, cultivados,
para vergüenza y estigma del templo, o del fanatismo,
o del puritanismo, o como se llamara entonces a ese momento
y a esa gente.
Revienta el diálogo.
No hay peor pregunta que aquella cuya respuesta se desea ignorar.
“¿Quién es este?”, preguntan los de Jerusalén.
En el cielo se aprietan nubes carnosas formando un alvéolo.
La vida se recorta en círculo, el del aquelarre criminal
de los príncipes de los sacerdotes.
“¿Quién es este?”.
Y reciben la respuesta que más daño les causa:
Un galileo, un entrometido, un zascandil,
un triunfalista, un revolucionario,
un metomentodo, un insoportable,
un anómalo evidente, un incómodo que convierte cualquier decisión,
lo que sea, en falsas firmezas.
Un solitario embaucador y avaro.
Uno que viene a revolvernos las conciencia y las tripas
que no se conforma con cumplir la Ley como todos
y callar. No.
Su puta religión es un atraso.
No viene a caballo como los generales o los guerreros que triunfan,
viene en borrico como los campesinos o como los ambulantes.
Trae lío. Trae el lío.
Revienta las tradiciones, formando una pequeña brasa de hogar
en un lugar que no puede serlo. ¡Habrase visto!
Taladra el ánimo.
Ensaya lejanías universales.
A su lado los pasos se aceleran, pero…
su poder esquiva el espectáculo.
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Caricias de árbol
Unas sonrisas mordaces pespuntean el paso del galileo.
Los jerosolimitanos saben dispensar unos silencios monumentales.
Entre ellos se conocen demasiado y se retroalimentan
y de Él no saben casi nada o no quieren saber.
Eso hace más tenso el paseo.
Ya han extraído y rematado las conclusiones
hacia dentro
y desconfían de la necesidad de compartirlas por fuera.
Ese hormigueo lo preservan con celo,
disimulando la condición de misterios desorbitados
o certezas jurídicas, de tan concretas, de tan salvajes.
Un don nadie,
con ínfulas de mando,
pero que –¡pobre!– se queda a mitad de camino.
– Si quiere y puede mandar, puesto que hay mucha gente
que lo sigue, que se ponga en plan de mando,
que arrase, que tome la ciudad.
Descreen de los méritos que no se puedan confirmar
en una balanza.
Para los jerosolimitanos la vida del nazareno
se justifica en peso.
En liturgia de gritos y “hosannas”
el desconcierto de Jerusalén va a ser el mismo que,
siglo tras siglo, van a sufrir quienes se acerquen a Jesús
desde el sur de sus ambiciones,
–atizadas por ráfagas de vanidad crecientes,
crecidas, algo rabiosas–
con ánimo de instrumentarlo y subirse al norte de los dominios.
Jesús el Galileo viene del norte, se baja hacia el sur…
para dejarse matar. ¿Hay quién lo entienda?
Por algún motivo –que todos sabemos– acumula misterio.
Ninguna vida goza de una explicación completa, rotunda.
Pero las del Mesías, menos aún.
Esa gente que llega con ramos inofensivos, bien podría haber venido
con armas. ¿O es que quieren conquistar la ciudad a tenue caricia
de hoja de árbol?
La entereza de estos tipos no está en la fuerza,
sino en la resistencia.
Amigo Javier, sigo con los ojos su romería modesta
por las calles de las Semanas Santas, de los Domingos de Ramos
en Molina de Aragón, Sigüenza, Toledo, Guadalajara, Alicante o Alcoy.
Activa las defensas.
Aumenta los niveles de alegría.
Domingo de Ramos, 2024.
“Alegraos, id a Galilea.
Decidles a los discípulos que vayan
que allí nos encontraremos”.
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