La barcaza

Las cosas de Don Bosco  |  José J. Gómez Palacios

28 septiembre 2021

Desafiando un temporal de tristeza

Era yo una vetusta barcaza cargada de años y desengaños. Nunca albergué sueños de grandeza. Jamás mi proa desafió al viento y a las olas.

Mi existencia estuvo marcada por la monotonía de las aguas del Po. Surqué durante largos años la corriente silenciosa de este río a su paso por Turín. Compartía embarcadero con otras dos barcazas.

Teníamos una misión: ayudar a cruzar el río a los humildes campesinos que habitaban el barrio de la Virgen del Pilón que se alzaba en la otra orilla. Mi dueño ajustaba el precio del pasaje a la humilde condición de los habitantes de la población que había crecido junto al santuario.

Siempre recordaré a aquellos hombres y mujeres acomodándose al amanecer sobre mi cubierta. Cargaban capazos de hortalizas. Portaban cajones de madera albergando a asustados conejos e indiscretas gallinas: productos para el mercado de Porta Palazzo. Al caer la tarde regresaban contando las escasas monedas de la venta. Llevaban consigo ese silencio de los pobres hecho de resignación y cansancio.

Sin embargo hubo día distinto. Era un domingo de otoño. Yo dormitaba amarrada al embarcadero. Nada auguraba una travesía.

De pronto me despertaron los pasos de muchos pies menudos corriendo sobre mi cubierta. Mi cuerpo comenzó a balancearse. Voces alborozadas de chicos acompañaban los pasos. Mi dueño intentaba en vano hacerles sentar para evitar que zozobráramos.

Miré de reojo a mis dos compañeras: eran víctimas de la misma agitación. A punto de irnos a pique, se escuchó la voz firme del joven sacerdote que capitaneaba a los muchachos. Cesó la algarabía. Se sentaron. Renació la calma.

Comencé a deslizarme lentamente sobre el río en dirección a la orilla donde se eleva el santuario de la Virgen del Pilón. Cuando nos hallábamos a mitad del trayecto, el joven sacerdote -al que los muchachos llamaban Don Bosco-, ordenó que se detuvieran las barcas. Temí lo peor. Cualquier imprudencia podría ser fatal…

De pronto los muchachos comenzaron a cantar al unísono. Cada nota era como un latido que daba vida al río y al paisaje. Aquella música joven vino a poblar nuestro silencio.

De improviso escuché nuevas voces. Era como si el canto se multiplicara por momentos. Sí. Allí estaban ellos. Eran los vecinos que cada mañana subían a mi cubierta con la preocupación surcando su rostro. Hoy sonreían. Se unían al canto de los chicos de Don Bosco. Una trompeta y un violín iniciaron también el acompañamiento.

Atracamos en la orilla. Creció la fiesta. La música se fundió con las oraciones en el santuario de la Virgen. La alegría desdibujó tristezas. Compartieron mesas humildes repletas de esperanza.

Aquel fue el mejor día de mi vida: mi proa desafió a un temporal de tristeza. Lo recuerdo con nostalgia ahora que mi cuerpo de barcaza, inservible y varado, se deshace en la orilla.

NOTA: Otoño 1842. Don Bosco no dispone todavía de un local estable. Reúne a sus muchachos en los prados o en algún templo. Para llegar al Santuario de la Virgen del Pilón deben cruzar el río Po. Alquila las tres barcazas que realizan esta travesía. A mitad de camino los muchachos entonan una canción. Los vecinos de las orillas se unen acompañando el canto con instrumentos. Fue un día de fiesta (MBe II, 111-112).

Fuente: Boletín Salesiano

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