La humilde voz de Dios
Din-don-din-don… din-din-doooon… Así sonaba mi voz de campana. El maestro campanero que fundió cobre y estaño, para dar forma a mi cuerpo de bronce, logró un sonido limpio y claro.
Nací en la fundición del maestro campanero Mazzola di Valduggia. Mis escasos veintidós kilos de peso no me permitían albergar grandes sueños. Asumí ser una campana menor. Nunca me colocarían en lo alto de un campanario. Jamás contemplaría la ciudad a mis pies. Pero prestar mi voz a Dios era ya timbre de honor y gloria.
Llegué al Oratorio una mañana de noviembre. Me protegía una caja. Mi cuerpo estaba sumergido en finas virutas de madera; protección para amortiguar los vaivenes del carro.
Cuando me sacaron del embalaje, busqué con la mirada una iglesia o una ermita. Pero tan sólo encontré a un cura joven rodeado de chiquillos. Nunca olvidaré la acogida que me proporcionaron aquellos niños con sus manos encallecidas por el trabajo. Acariciaban con la yema de sus dedos mi piel de bronce bruñido. Sonreían. Cantaban. Me inundó su alegría.
Cuando Don Bosco señaló una minúscula espadaña situada en el vértice del tejado de un pobre edificio, comprendí que desde allí se balancearía mi cuerpo para entonar cantos a golpes de badajo.
Din-don-din-don… din-din-doooon… Continué ensayando mientras esperaba a que me “bautizaran” con agua bendita. Aguardé varios días con sus noches en un rincón del edificio.
Durante la primera noche, escuché un rumor de palabras. Me despabilé. Agucé el oído. Cerca de mí se lamentaban amargamente una trompeta y un tambor. Con horror comprendí que yo era la causa de su quebranto.
Maldecían mi presencia. Ellos dos eran los encargados de convocar a los muchachos del Oratorio a la oración y a los juegos… Lamentaban que yo viniera a usurpar la tarea que habían desempeñado cuando Don Bosco y sus muchachos eran tan pobres que no tenían un palmo de tierra; cuando deambulaban de prado en prado…
Pasé la noche enjugando sus lágrimas. Les prometí mantener en silencio mi potente voz de campana cuando ellos convocaran a los muchachos. Yo tan sólo sería la voz de Dios que invita a misa y a la catequesis… Y así lo hicimos. Durante varios años compartí con la trompeta y el tambor el honor de ser la prolongación de la voz de Don Bosco. Congregábamos a niños y jóvenes para vivir la dignidad de ser familia.
Pero un buen día, Don Bosco construyó una iglesia amplia. Junto a ella levantó un campanario con campanas grandes… Dejó también de reunir a sus muchachos a golpe de trompeta y tambor.
Din-don-din-don… din-din-doooon… Enmudeció mi badajo, cesaron los sonidos del tambor y la trompeta. Los tres fuimos sumergidos en el silencio del olvido. Pero siempre nos quedará el honor de haber sido los primeros heraldos de la buena noticia de Don Bosco: mensajeros que convocaban a cientos de niños y jóvenes para que descubrieran en el Oratorio su casa y su hogar.
Nota: Noviembre 1846. Don Bosco coloca sobre el tejado del Oratorio, situado en la casa Pinardi, una campana de 22 Kg. de peso. Ella convocará a los muchachos a la misa y a la oración. El sacerdote Juan Vola bendijo la campana y sufragó las 88 liras de su coste. (MBe II, 431-432).
Fuente: Boletín Salesiano
¡Qué importancia tiene esa campana que colocó Don Bosco en la obra del Oratorio y, por tanto, en la Congregación Salesiana! ¡Gracias a la campana!