Abrazando a un Cristo de marfil
Un prestigioso escultor formó mi cuerpo con madera negra de ébano. Me convertí en una cruz resistente al inexorable paso del tiempo. Acto seguido, pulió con esmero mis cuatro brazos. Comprendí enseguida mi misión: mi parte superior apuntaría siempre al cielo. Mi parte inferior permanecería anclada en la tierra. Con mis dos brazos horizontales señalaría oriente y occidente; el sendero que recorre la luz a diario: apagarse cada atardecer para renacer de nuevo con el alba.
Cuando el imaginero depositó sobre mi cuerpo la imagen de un Cristo tallado en marfil, me invadió un sentimiento de profunda paz. Le acogí entre mis brazos. La suavidad de la talla era como luz cristalizada y silencio esculpido. Sus párpados entrecerrados insinuaban más el sueño que la muerte, como si vislumbraran la resurrección. Sus manos, clavadas pero abiertas, estaban dispuestas para abrazar a quien busca consuelo.
No obstante, un aciago suceso quebró mi éxtasis. Sin saber cómo, caí en manos de un cura joven al que llamaban Don Bosco. Siempre andaba rodeado de mozalbetes. Reían y jugaban. Su bullicio rompía mi ansiado silencio. Porque yo, una cruz de ébano, debía ofrecer la imagen de un Cristo que es sosiego y quietud; bálsamo para sanar las heridas de la vida.
No obstante, lo peor estaba por llegar. Cuando me enteré de que aquel cura iba a organizar una lotería en la que yo era el premio mayor, preferí no haber nacido. Deseé ser un puchero de barro que cae y se hace añicos. Morir con dignidad antes que vivir con el oprobio y el baldón de verme convertida en el mundano deseo de quienes ansían un golpe de suerte.
Nunca olvidaré aquella noche. Don Bosco llegó sonriente. Henchido de euforia comunicó a su madre que ya se habían vendido todos los boletos de la lotería. Yo sentí asco. Se cumplían los peores augurios que amenazaban mi existencia. Mamá Margarita levantó la vista de unos raídos pantalones que estaba zurciendo. Suspiró. Esbozó una leve sonrisa y dijo: “¡Bendito sea Dios! Así podremos seguir dando de comer a todos los huérfanos del cólera que has acogido en el Oratorio”.
Al escuchar aquellas palabras percibí un leve movimiento del Cristo que yacía entre mis brazos de ébano. Quizás fue solo una impresión mía. Pero comencé a comprenderlo todo. Yo, una cruz de ébano, estaba dejando de ser un objeto valioso para convertirme en prolongación de la misericordia del Cristo al que sostenía.
Todavía no sé cómo lo hice. Pero, realizando un supremo esfuerzo, alargué mis brazos todo lo que pude… Y así fue cómo logré abrazar a aquellos huérfanos con la misma pasión y ternura con la que estrechaba al Cristo de marfil.
Nota: noviembre de 1854. Una terrible epidemia de cólera ha dejado centenares de huérfanos en Turín. Don Bosco acoge en el Oratorio a más de cincuenta de ellos. Para hacer frente a tanto gasto, organiza una lotería en la que el premio mayor es la valiosa talla de un Cristo de marfil que le han donado (MBe V, 103).
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