La epidemia

Las cosas de Don Bosco  |  José J. Gómez Palacios

24 noviembre 2020

Historia de una victoria

Nací en el lejano Oriente. Llegué sigilosamente a Turín. Al principio nadie se percató de mi presencia. Fiel a la ancestral costumbre de las epidemias, galopé silenciosa e imperceptible. Enarbolaba la bandera de los caballos del Apocalipsis. Cuando el ruido de su galope se hizo ensordecedor, yo ya me había enseñoreado de la ciudad. Era una epidemia letal; enemigo invisible al que nadie sabía cómo vencer.

Desafiante y orgullosa, inicié mi tarea. Abrasé con fiebre a hombres, mujeres y niños. Hundí las cuencas de sus ojos. Robé el aire de sus pulmones hasta que su voz se tornaba ronca y sus palabras, ininteligibles. Sus cuerpos se debilitaban. Sus vidas se ahogaban. El color sonrosado de sus rostros fundía velozmente hacia la tonalidad pálida de la muerte.

Nunca agradeceré suficientemente la ayuda de personas sin escrúpulos que suministraban a los enfermos pobres una misteriosa «agua curativa»: veneno para acelerar el desenlace final. Eran ladrones de vida que hurtaban a los ancianos los esfuerzos terapéuticos que merecían.

Se consolidaba mi victoria. Cerraron comercios y talleres. Huyeron los aristócratas hacia sus residencias rurales. Se habilitaron improvisados lazaretos… Agradecí la presencia del terror; compañero infatigable de mis andanzas.

Pero de pronto, cuando mi triunfo parecía seguro, alguien trocó mi suerte. Al principio no les presté atención. Era un insignificante grupo de catorce jóvenes del Oratorio de Don Bosco.

Cuando les vi provistos de frascos de alcohol para desinfectar, aceite de alcanfor para aliviar, cloruro, sábanas limpias y lavados constantes de manos… esbocé una sonrisa mordaz: aquellos tratamientos eran insignificantes frente a mi inmenso poder.

Pero ellos resistieron. Y mi fortaleza de epidemia comenzó a resquebrajarse cuando emplearon remedios desconocidos para mí.

Con su valentía, neutralizaron al temor. Con su solidaridad, removieron la conciencia de los indiferentes. Desplegaron afecto y cercanía junto a los enfermos que yacían en soledad. Ahuyentaron la sensación de derrota que paraliza. Colaboraron con las autoridades civiles. Trabajaron hasta la extenuación. Elevaron oraciones al Dios de la vida que era su fortaleza.

La levadura de su caridad fue fermento en la masa de la ciudad. Su luz rasgó la densa oscuridad que yo había tejido. Se les unieron miles de turineses.

Tres meses después hube de batirme en retirada. Me alejé a lomos de los caballos del Apocalipsis, que ahora cabalgaban con trote cansino. Me giré. No vi a aquellos jóvenes. Pero escuché sus latidos. Ellos seguían cuidando la vida de una ciudad que yo tuve casi derrotada para siempre.

Nota. Verano de 1854. Una epidemia de cólera azota Turín. La mortalidad es elevada. Catorce jóvenes del Oratorio provistos de sencillos medios sanitarios, y con la confianza puesta en Dios y en María Auxiliadora, reaniman la ciudad y ayudan a vencer la epidemia (MBe V, 67-81).

Fuente: Boletín Salesiano

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